El señor Oliveira de Figueira, uno de los grandes amigos de Tintín, siempre obsequia a sus amigos con un rosado fresquito del sur de su país
Leí ayer en Diario HOY una noticia que me gustó especialmente “Quiero hablar portugués” rezaba en el titular. En ella se hablaba de “Extremeños Viajeros” un campamento en el que 100 jóvenes de la región aprenden portugués de una forma divertida y natural.
Es algo realmente útil debido a nuestra situación geográfica, que no valoramos todo lo que debiéramos. En la noticia se recoge una pregunta con la que me he sentido muy identificado:
“¿Quién no se ha encontrado alguna vez en un contexto de incomunicación lingüística, que le ha impedido realizar con éxito una gestión?” ¿Qué quien? Pues el menda. Les cuento:
Hace cosa así de unos 6 años, mi amigo Javi (ya saben, íntimo mío y de la gula, como quien suscribe) era el dueño de una pequeña y coqueta agencia de viajes. Como gran amigo que es, siempre estaba al tanto de cualquier oferta que me pudiera interesar y hete aquí que encontró una de ellas. Realmente magnífica a un precio muy bueno, en un precioso Hotel de Oeiras, una agradable Villa portuguesa del distrito de Lisboa. Si a esto le unimos las ganas de mi novia por visitar Portugal estaba claro que el viaje era coser y cantar.
Uno está acostumbrado a tratar con los portugueses desde que tiene uso de razón, a que le entiendan sin problemas, más ellos a nosotros que nosotros a ellos. ¿Quién no ha ido al Pagapouco a por toallas o a comer pollo a la brasa al O Carrascal? Los tenemos tan cerquita que no valoramos la complejidad de su idioma, y claro, cuando sales un poco más allá de Elvas, pasa lo que pasa, lo que le ocurrió a un servidor, que no entendía nada… ni ellos a mi.
La primera anécdota fue divertida en grado sumo. Al preguntar en una gasolinera por la salida de la autopista, un simpático lugareño me indicó amablemente como salir, al no entenderle me lo explicó gráficamente en un dibujo que garabateó allí mismo y se lo agradecí con mi mejor sonrisa y un inentendible “obrigado”. Muy orgulloso de mis conocimientos lingüísticos volví al coche a presumir delante de mi novia de mi habilidad para las lenguas.
El caso es que siguiendo sus indicaciones al pie de la letra, el croquis me llevó directamente a un cajero automático. “¿Pero esto que es? ¿Donde estamos?” Me decía mi novia “¿qué le has preguntado?” me dio por mirar bien el dibujo y el amigo anteriormente mencionado me había dibujado un pequeño cajero automático. Yo no sé lo que entendería, pero está claro que no nos pusimos de acuerdo.
La anécdota más graciosa me ocurrió en un centro comercial de Lisboa, una mañana que nos acercamos a la maravillosa capital lusa.
No había forma de recordar donde se hallaba estacionado mi coche, y no me enteraba de nada de lo que me decían los empleados del centro. Una vez me mandaron a la sección de cosmética, otra a la de bebidas, y una tercera a la zona de comidas (seguramente la señorita por mi enclenque físico consideró que me vendría bien comer algo).
Así fue, porque con la hora que era y ya localizado el auto, le propuse a mi novia comer allí mismo y a la jefa le pareció bien.
Entramos en una especie de franquicia que tenía muy buena pinta, y decidimos que pediríamos pollo a la brasa con patatas y una botellita de Mateus rosado.
Lo del vino fue misión imposible. “MA-TE-US” gritaba mi menda letra por letra pero no me entendían. “Rose wine please” gritaba en inglés. Mi novia me suplicaba que me tranquilizara, pero es que era tal la impotencia que cuando vi al camarero que llegaba con una botella de agua mineral y la mantequilla portuguesa se me cayó el alma a los pies. Renunciando al fesco y ligero rosado pasamos al segundo acto.
Al pedir la comida el espectáculo alcanzó ya una singularidad cómica importante, pues estábamos a punto de cobrar entrada para el show de Falcó. No me acordaba de cómo se decía pollo en portugués, y el camarero no se enteraba. “¡pero por dios… Pollo señor mío! ¡Pollo, kichen me cago en la leche!” (quería decir kentuky fried chiken pero con los nervios me salía kitchen, cocina en inglés) de repente me levanté desesperado y me puse a cacarear “co co co co” y a mover mis brazos y cuello imitando a una verdadera gallina, sólo me faltó poner un huevo.
Si señor, un tío hecho y derecho, un veinteañero camino de la treintena, de uno ochenta y dos de estatura y más de 120 kilos de peso se puso a cacarear como la Gallina Caponata delante de todo el restaurante, que dicho sea de paso, se encontraba razonablemente lleno.
Mi novia estuvo a punto de meterse debajo de la mesa de la vergüenza, (aunque después lo pensó bien y me reconoció que la cosa tenía guasa y que le entró la risa floja). Resulta que el sitio donde nos encontrábamos se llamaba “Señor Frango”, como ya sabrán la mayoría, frango es pollo en portugués. ¡Qué bien me hubiera venido el campamento de “Extremeños Viajeros”!