Abro la puerta y está ahí. Mi primera reacción es cerrar la puerta y esperar a que se vaya o que desaparezca, a pesar de que voy un poco justo. Tal vez se haya perdido o sea de algún vecino, así que mi mujer es la que abre la puerta y el perro la sigue. Pregunta en algunos pisos pero el perro no es de aquí. Un perro abandonado, me dice. O se ha perdido, objeto. Pero está claro que me gustaría darle una patada en los cojones a quien ha dejado al chucho en nuestro bloque.
Mi mujer se mete en casa y yo espero y luego salgo. El perro no está.
Pedaleo hasta mi trabajo, enciendo el ordenador, me olvido del perro.
A la vuelta, mi mujer me pregunta si aún estaba el perro y le digo que cuando me fui ya se había ido. Tal vez subió a otro piso o alguien le abrió la puerta y se escabulló. Qué importa. Abrazo a mis hijos, los retengo, sí, pero ellos quieren jugar y se van.
Pienso en el perro abandonado mientras me encierro en el baño. Es lo mínimo que puedo hacer.