Tú lo que quieres es escribir como Saul Bellow, no te engañes. No quieres su vida, sus cinco esposas, sus manías. Quieres su genio para la escritura. Quieres su Pulitzer, su Nobel, su reconocimiento, su capacidad intelectual para describir al hombre moderno inmerso en la continua amenaza de perder su identidad espiritual. Tú quieres escribir sus libros, no seguir sus pasos. No quieres mirar por la ventana de su habitación. Pero ambas cosas son inseparables. Créeme, si yo estuviera en la piel de Raymond Carver, que sabes que tanto me gusta, no querría para nada su genio si tengo que vivir alcoholizado como él. Tú no quieres aquello que está intimamente ligado al acto de escribir: la propia vida, su itinerario por el mundo hasta que murió el 5 de abril de 2005 en Brookline, Massachusetts. Lo cierto es que prefieres ser ese diseñador gráfico que vive a pocos pasos de esta habitación. Hasta parece casi feliz, conforme con la mano que le ha tocado jugar. Lo que tenga que venir, que venga.
No te gustaría ser Saul Bellow, créeme. Muchas veces sabemos lo que no queremos cuando por fin lo conseguimos. Puedes ser electricista, fotografo, director de una galería de arte, corredor de bolsa, masajista, pero nunca un escritor como Saul Bellow. Me dirás que, tal vez, un escritor menos dotado, un escritor de los que incluso llegan a vender unos cientos o miles de ejemplares y del que nadie se acuerda a los pocos meses porque el tiempo ubica a los escritores malos en el olvido y a los buenos en todas las librerías de viejo.
No, no, no quieras ser un escritor. Olvídalo. No hay persona tan infeliz como un escritor. Tantos mundos por descubrir y el escritor permanece atado a su procesador de textos, inventando, borrando, evitando los lugares comunes, cuidando el estilo, puliendo, modificando, documentándose, visitando a bibliotecarios reticentes, amargados, rehaciendo, tirando, rezando porque se haya guardado el archivo y, finalmente, borrador tras borrador, dar por terminado el libro, una criatura que podría estar corrigiendo infinitamente, nunca satisfecho del todo.
Prométeme que no abrirás un libro, por favor. Y prométeme que no querrás ser mañana un personaje de una novela de Saul Bellow, un pícaro Augie March, por ejemplo, o ese inútil desubicado de Mr. Sammler o, por qué no, Moses Herzog, un personaje tan bien construido que envidiaste no ser tú, con todas tus contradicciones, tus fantasías, tus anhelos. Así que, prométeme, sobre todo, que serás tú mismo, aunque me gustaría más que fueses Charlize Theron, conste.