Para hacer la tortilla se necesita, al menos, un huevo. Le pido un huevo y me da dos porque son pequeñitos y me voy a quedar con hambre. Le digo que estoy a régimen, que con uno me basta, pero él insiste en que son pequeñitos, que me coma dos, y punto. Es su manera de zanjar las cosas, poniendo puntos y aparte. Así que me dispongo a cascar el primer huevo contra el borde de la sartén y el maldito se me escurre y acaba aplastado contra el suelo. Observo como la yema y la clara se mezclan entre sí mientras se esparce la baba resultante por el suelo negro cerámico de nuestra cocina. La visión del huevo me recuerda, no sé a cuento de qué, una escena de una película en la que un actor musculoso saltaba al vacío tras tener una acalorada discusión con un tipo que parecía no conocer de nada y que llevaba placa. El caso es que no se ponen de acuerdo y se tira el guapo y se estrella y se muere, supongo, porque la película la vi hace un montón de tiempo y no me acuerdo bien. Con el huevo que me queda me hago una tortilla. Una tortilla de un solo huevo. Le recuerdo que estoy a régimen. Me dice que siempre me salgo con la mía y yo pienso que no siempre, que a veces saltamos de más altura de la que debíamos, y así nos pasa.