Malone recorrió con los dedos untados de mugre los libros de la biblioteca. Altas estanterías le observaban.
En silencio, Malone sopesó el peso del libro. Servirá, se dijo. Recordó lo que le decía su profesor. Aquello de que la letra con sangre entra. No era lo mismo, lo sabía, pero le hizo sonreír.
El hombre a sus pies se tapaba la cara con las manos sin decir nada, ni un murmullo lastimero. Malone le golpeó con el libro. Le pegaba tan fuerte que la sangre le alcanzaba el rostro. A falta de un buen cinturón de cuero, pedazo de mierda, le esputó Malone. Luego derribó las estanterías y saltó sobre el cuerpo inerte del hombre que una vez había sido su padre. Recordó, entonces, las palabras de su padre cuando todavía era su padre: “No te vayas sin decirme adiós”.
Adiós, padre.
Malone se alejó por el pasillo hasta que desapareció en la claridad del nuevo día.