El hombre recuperó el raciocinio cuando le dijeron que le tocaba pagar a él. Hasta ese momento había bailado con todas las señoras, las que estaban empotrables y las que tenían un empujón, y hasta con aquella pelirroja con sobrepeso que se reía haciendo gárgaras. El hombre no había tenido en cuenta que con aquello de cuidarse, del crossfit de los cojones y el pilates del demonio, muchos comensales no habían bebido lo necesario para olvidar, y por eso le estaban recordando lo de que le tocaba pagar; a él, que no había pagado en su vida nada más que un sello para una carta que le mandó a su padre, que en paz descanse, para pedirle más dinero. El hombre no compró entonces ni el sobre ni el papel, que se trajo de la oficina donde trabajaba y algún que otro rotulador, una grapadora, cuadernillos, un pisapapeles de mierda que nadie echaría en falta.
Este hombre que pretendía irse sin pagar las copas, trabajaba, sí, y se guardaba el sueldo íntegro porque no lo iba a gastar en tonterías, y menos en invitar a todos estos desgraciados de la segunda planta, así que se las tenía que ingeniar una vez más para que otros pagasen lo que por derecho tenía que pagar él. Se puso a jurar que él solo se había tomado una copita, que no hacía falta hacer mala sangre con aquello, que por una copita de nada no le iba a pagar a los demás la gran buffet que se estaban dando.
Pues te pagas lo tuyo, grito una mujer al fondo del salón.
El hombre no esperaba encontrarse con aquella desconocida que se le enfrentaba.
Eso, dijo un hombre que hasta ese momento había permanecido callado, hurgándose con un mondadientes en el colmillo.
El hombre al que le tocaba pagar enmudeció y todos los presentes en el convite lo vieron acercarse a la barra a pagar lo suyo.
Dime cuánto ha sido, chaval, chuleó hacia el camarero más joven.
Cierto era que se había tomado una copita. De anís, estaba apuntado. Y también seis cervezas, dos vinos y un pacharán, además de media ración de langostinos, cuatro croquetas, una tapita de rabo de toro, medio plato de queso semicurado, media de bravas con alioli y tres aceitunas, aunque las aceitunas se las perdonaba el dueño del local, le dijo el camarero en confianza.
Mientras sacaba la cartera y asomaba un billete de 50 euros, el hombre no pudo reprimir un sollozo que le había estado subiendo desde que recuperara el raciocinio.
Le costó al camarero arrancarle el billete de 50 euros de la mano porque el hombre no soltaba y tuvo que darle un empujón y hasta alguna torta de advertencia.
Le devolvieron 3,50, y en un acto de heroicidad impropio de este hombre miserable, le dijo al camarero que los 50 céntimos los podía meter en el bote, qué coño.
Así que sonó la campana por primera vez aquel día.
El hombre se alejó sollozando, sin mirar atras, apretando en el puño los 3 euros que jamás volvería a soltar.