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Marcos Ripalda

De subir a la montaña me canso

Del barro venimos

El hombre con la cara llena de barro pulsa el interruptor de la luz del almacén y sorprende a su aprendiz y al perito —que ha venido a comprobar la vigencia del seguro— en una postura que puede calificarse de extremadamente difícil para según qué edades. Como no quiere molestar, el hombre con la cara llena de barro vuelve a pulsar el interruptor de la luz y deja a los dos tortolitos a oscuras, a lo suyo.
A este hombre con la cara llena de barro no le importa en absoluto que sean dos hombres los que se están dando el lote, aunque supone que el descubrimiento (la constatación) de las preferencias amatorias de su aprendiz sarasa, le va a traer más de un quebradero de cabeza en el futuro.
El primero en salir del almacén es el aprendiz, que va remetiéndose la camisa de cuadros por dentro de los tejanos bien prietos y que le marcan la huevada sin que parezca importarle que pueda quedarse impotente por el aplastamiento innecesario de las gónadas.
Pocos segundos después, sale el perito, que va tan endomingado como cuando entró, que parecía que hubiese acabado de salir del salón de belleza recién afeitado, depilado, duchado, perfumado.
El perito, qué duda cabe, es un hombre de muy buen ver, con un culito respingón y unos andares de señoritín que le debieron parecer al aprendiz irresistibles. El hombre con la cara llena de barro ahora lo entiende y asume que le ha cortado el rollo a la parejita, así que decide actuar en consecuencia.
Se acerca a su aprendiz y le dice que termine lo que estaba haciendo, que no se preocupe por lo que un hombre como él, virtuoso y conservador a partes iguales, pueda pensar. Que no quiere que por nada del mundo le entre un dolor testicular que luego podría repercutir gravemente en el desempeño de sus labores y sin hacer mención alguna sobre la supervivencia de la especie.
El hombre con la cara llena de barro le dice a su aprendiz que vaya tras el perito, que vaya arreando, que no lo deje escapar, que ya está saliendo por la puerta y lo mismo no vuelve, pero el aprendiz le corta en seco y le pone la mano así, como haciendo estop, y le informa, muy serio, de que el perito tiene que venir a entregar su informe sobre la vigencia del seguro más tarde, y añade, además, que tampoco es para tanto, que no hay amor ni nada de eso, que es un asunto meramente físico, anecdótico, si le permite, en confianza, que se lo diga de forma tan franca. El hombre con la cara llena de barro se encoge de hombros y, dándole una palmada en el hombro a su aprendiz, se marcha a su cuartito, donde podrá retomar la telenovela y pelar el plátano que le puso su mujer para que se lo comiese a media mañana, que es cuando a él le entra la gusa, aunque el apetito, qué duda cabe, se le haya rebajado un poquitín tras el episodio del perito con su aprendiz. Y, encima, piensa para sí el hombre con la cara llena de barro, me tuvo que poner un plátano, ¡un plátano!, con lo poco que me gustan los plátanos, y menos así, sin preaviso, oye.

Responsable de Diseño en el Diario Hoy de Extremadura desde 2012. Escritor de relatos breves donde aplico la máxima de la Escuela Postirónica: "Hablar de unas cosas para decir otras" . Soy consciente de mi ignorancia.

Sobre el autor

MARCOS RIPALDA es licenciado en Periodismo, diseñador gráfico y cuentista postirónico, término que él mismo acuñó con el beneplácito de su madre. Actualmente es el responsable de Diseño del diario HOY. CARMURA LENTEJA es ilustradora.


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