Hasta le he rogado al doctor con lágrimas en los ojos y sorbiéndome los mocos con poco disimulo, mientras ensuciaba un kleenex tras otro, que me extirpe este sentimiento de culpa tan poco acentuado que llevo ostentando toda mi vida para que, cuando acudas a seducirme por trigésimoquinta vez, sea inmune a tus encantos, a tus senos, a tus piernas boa constrictor y acabemos, como sucede siempre que te pones y me pones, desnudos, probablemente, o a medio vestir, trastabillando con la pernera del pantalón, una braga que se enreda, un arete que se clava en mi mejilla, un botón que tus dedos habilidosos para otros menesteres encuentra complicadísimo de descorchar en cualquier pasillo de hotel, chiringuito o aseo inundado de una discoteca y tú, a punto de llegar al orgasmo o de alcanzarlo yo poniendo a trabajar unos lumbares castigados por el tedio del yogur desnatado frente al televisisor, me susurres, con voz meliflua, que fue un error, tábano mío, que no volverá a pasar, de verdad, nunca más, que esta es la última vez hasta la próxima.