En la escuela le enseñaron a no decir mentiras, pero el niño no estaba hecho para la escuela y, además, como iba poco, contaba las mentiras a medias, así que eran también verdades a medias y no se sabía qué era peor. El caso es que del niño no se fiaba nadie. Y esto sin mencionar su falta de entusiamo a la hora de enfrentarse a la vida y su pobre manejo de la oratoria. Contase lo que contase, te enterabas de una cuarta parte de lo que el niño decía, si es que decía algo, y, por tanto, la media verdad o la media mentira originales, según se mirase, se reducían a, cómo decirlo, una motita de blanco en mitad de un lienzo pintado del mismo color.
Ay, pero el mundo sabe premiar a estos talentos tardíos.
Cuando el niño se hizo grande fundó un partido con la ayuda de aportaciones anónimas y desinteresadas. Lo llamo NMT (Nada de Medias Tintas) y los cronistas oficiales de la época alabaron su inestimable labor reconciliadora, mientras los críticos, que eran pocos, desorganizados y de pluma espesa, clamaban ante sus manifiestas muestras de ineptitud e ineficacia y que habían llevado al país a convertirse en el hazmerreír de la comunidad internacional. Pero, claro, desde dentro, metido en harina, todo se veía distinto, y había muchos favores que exigían una pronta devolución compensatoria. El niño aprendió que la gratuidad de los servicios prestados era otra mentira y confió en que nadie más lo descubriera.
Al NMT lo votaron señores y señoras que habían ido a su misma escuela, la escuela de todos. Y eran muchos, pero no la mayoría. Sin embargo, la mayoría estaba más interesada en escribir las frases más ingeniosas en su timeline de Twitter y hacer unos montajes fotográficos la mar de divertidos que solo servían para pegarse unas risas en el bar, y así les iba.
Y pasaron los años.
Se agotaba la legislatura y era el momento de votar, de cambiar el rumbo de una política infame. Sin embargo, como siempre votaban los mismos, el niño fue reelegido y, por tanto, fueron reelegidos todos a los que había seguir favoreciendo. La acción de votar seguía siendo en opinión de la mayoría una cosa inútil, como de otra época, y así les iba.
Cuando ya viejito el niño murió, se le dedicaron obituarios en los que se enaltecía su capacidad para expresar el sentimiento del pueblo. Yo, desde luego, y visto lo visto, no les quito la razón.