Un pollo frito queriendo aprender a volar. Un pollo vivo podría, sí, tomar lecciones de vuelo con otros pollos en la escuela de aviación, que también las habrá. Pero no un pollo frito, un pollo muerto, que se ha frito para, supongamos, el disfrute de una familia numerosa, y en la que a cada miembro le tocará un cuarto de pechuga o una alita, como mucho. Así que, sorteando a la muerte, el pollo frito vive, respira y, además, expresa su intención de aprender a volar y hasta se fabrica una pancarta rudimentaria en la que, con una caligrafía digna de un amanuense ruso bien entrenado, exige su derecho a volar. El pollo frito jefe, pues todos los pollos están fritos, le dice que es un pesado, un tocahuevos, una mosca cojonera, y sí, las moscas pueden volar, sean cojoneras o no, lo admite, pero no quiere que el pollo frito se vaya por las ramas. El caso es que, pese a que el pollo frito tiene nulos conocimientos de la aerodinámica de su propio cuerpo, no se desalienta. Pasa el tiempo y el pollo frito, con constancia, tesón y un personal trainer que viene todas las mañanas a recordarle cuál es su propósito, consigue realizar sus primeros vuelos cortos, mientras el tercer hijo de los González, la familia numerosa a la que nos hemos referido antes, derriba un macetero de un puntapié porque quiere pollo, pollo en salsa, como el de su abuela.
[El título de este relato se ha extraido de una estrofa del tema ‘Pollo frito’ del grupo Manos de Topo.]