Cuando se acerca marzo, Pacorro ensaya su ritual en el pasillo de casa. Una vez ajustada la corbata y los cordones de los mocasines, nuestro mayordomo coge la fregona a modo de vara dorada y la pasea con estilo y hombría.
Así es él, un don nadie con el cometido en la Semana Santa de llevar la vara. Pacorro piensa que es un privilegio, que la vara representa poder y ensalza su figura, pero nadie se atreve a contarle que cuando pasa con su gallardía de conquistador indiano deja tras de sí un reguero de sonrisas jocosas. “Ahí va un fantasma”, piensa la mayoría.
Pero no estamos ante un fantasma cualquiera. Éste sí se lo cree, y su mujer e hijos contribuyen al sentarse en el pasillo durante horas para verle pasear la fregona, con pasos largos y ceremoniosos, girando la cabeza hacia los lados y saludando con un gesto marcial de manos.
La familia, tras el ritual, irrumpe en aplausos y olés taurinos. Hay días que incluso los vecinos abarrotan el pasillo para contemplar al pavo real de la Semana Santa.
Pacorro, durante dos míseras horas al año, se convierte en el referente de la ciudad, la vara de oro y las espaldas más anchas. Tiene un ego inalcanzable.
Y por eso, como protagonista de la procesión, se ha negado a esconder su rostro bajo el anonimato del terciopelo. De nada servirían sus ensayos –fregona arriba fregona abajo- si el pueblo no pudiera admirar el rostro orgulloso del mejor paseador de varas de la ciudad.