Don Francisco, el cura-párroco, destacó en el Seminario por su defensa a ultranza del Concilio Vaticano II. Por fin la Iglesia, pensaba, había abandonado la política y la Inquisición. Con paso firme, los cristianos avanzarían unidos en una fe racional, intelectual, purificando paulatinamente aquellos comportamientos mitológicos o ancestrales que se perdían en las razones del tiempo.
Tras unos años predicando la “Buena Nueva” en las Hurdes y Sierra de Gata, el obispo le encomendó una parroquia en el centro de la capital. Esperaban que revitalizara un barrio envejecido, donde sólo acudían a misa tres fieles beatas. Pero ni las homilías divulgativas ni los cantos de guitarra atrajeron a gente a la iglesia.
En cambio, cuando llegó la Cuaresma, el templo se animó. Tanta era la afluencia de público que don Francisco tuvo que encargar sillas y un nuevo sistema de megafonía. Sus plegarías habían tenido recompensa.
Lo que no advirtió el cura-párroco era que los que llenaban su iglesia no eran más que cofrades, convocados por carta para conjurar la primavera. El Jueves Santo, don Francisco pidió al mayordomo de la cofradía que le echara una mano en los Oficios Divinos, pero éste se negó en rotundo. “Soy tan católico que no necesito practicarlo.”
El templo quedó vacío y, mientras las tres beatas oraban, de fondo sonaban las trompetas del Apocalipsis. No eran los siete jinetes, sino la Virgen de la cofradía, que en su trono de reina por el barrio regresaba.