Recién levantado, don Francisco se asea con esmero sin quitarse el albornoz de seda. Mientras su mujer calienta café, él se embadurna el pelo con gomina. Todos los cacereños, o cacerenses que dirían los catetos, le admirarán radiante, y por eso no escatima esfuerzos ni crema. Cánovas le ve pasar con las gafas de sol relucientes y la túnica por montera.
Don Francisco entró tarde en esto de la Semana Santa. En su etapa de concejal comprendió que esto de las cofradías era algo más que una misa. Si quería perpetuarse en la política o hacer negocios, nada mejor que entrar en una de esas cofradías señeras, formadas por gente de bien y con buena cartera. Desde entonces no se pierde una procesión ni una cena de hermandad.
Esa mañana, todos los hermanos de carga, la flor y nata de la jet set cacereña, forman con nobleza mientras debaten sobre el último pleno del Ayuntamiento o compiten por tener más tierras. La cofradía se echa a la calle entre himnos y vítores. El Cristo, desangrado en la cruz, es llevado por un tumulto de cabezas engominadas y el incienso se confunde con aroma a Brumel.
Don Francisco sale para que le vean, y quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y al llegar a una abarrotada plaza, la muchedumbre irrumpe en aplausos mientras los hermanos sacan pecho y levantan la cabeza. ¿A quién aplauden? ¿Al Cristo? ¿A Don Francisco? Todos cantan cuando la banda interpreta la marcha militar.
El Cristo, retorcido en la madera, pronuncia su octava y última palabra: “sois mortales,” pero nadie le escucha. Así pasa la gloria del mundo…