Frasquita nació con un cromosoma más de la cuenta. Síndrome de Down, le diagnosticaron. Desde entonces comenzó su periplo de chamanes y pruebas médicas, hasta hoy. Estudió en colegios “especiales”, acudió a centros “especiales”, trabaja en una fábrica de cerámica para gente “especial” y sus amigos también son “especiales.” La palabra “especial” la acompaña como una sombra ininterrumpida y alargada.
Durante una semana, Frasquita y la ciudad olvidan su sello. Cubierta de sarga y terciopelo, espera en las traseras de la iglesia junto al resto de hermanos de carga. El jefe de paso la sitúa en el penúltimo puesto del varal derecho, cosas de la altura, donde a contraluz vuela el Cristo crucificado por las almenas.
Nadie más “normal” en la fiesta total que se regala a sí misma la ciudad. Suenan las horquillas, al unísono, y ahí va Frasquita, diluida en la procesión, como lágrimas en la lluvia.