A las siete de la tarde del Lunes Santo, en la Plaza de Santo Domingo, el viento traerá un silencio de lunas verdes y puñales de plata. Los costaleros comenzarán su ritual de sacos y espartos y aparecerán los primeros nazarenos, con su capa blanca y su capirote de terciopelo. Unos fumarán las uñas que no les quedan y otros cerrarán los ojos, soñando con otra de noche de gloria.
El capataz arengará a sus hombres ante la batalla de las batallas, aquella que se grabará a fuego en las paredes encaladas de la ciudad. La cofradía ultimará los preparativos y el gentío, expectante, abarrotará la plaza del pretorio.
A las ocho y media, tras las preces de rigor, el mayordomo exclamará desde el púlpito: “diputado mayor de gobierno, que se abran las puertas del cielo, que salga el Señor de la Salud.” Y las puertas del cielo se abrirán y entrará en el templo una ovación que barrunta gloria.
Al tercer toque del llamador, el paso se levantará al cielo, como si fuera relámpago. El golpe en la vértebra será fuerte y seco. Al instante, el peso se convertirá en promesa. El Cristo moreno avanzará lento, silente, mostrando sus pies gastados a la última luna de marzo. La plaza se encaramará a las rejas para no perderse el prodigio.
A mi izquierda irá Pedrito, que de tantas ganas no calla y a mi derecha, Carlos, que trabaja más que nadie y siempre aguanta.
El viento esparcirá escalofríos con la saeta del Borrasca:
“Santo Domingo en silencio,
que el mundo enmudezca y pare,
entre claveles y seda,
que está Jesús en la calle
y el aire huele a canela.”
Y el barco poderoso, flanqueado por rosas de pitiminí, cruzará la puerta. El milagro se habrá consumado.