Paco cree en España, como ente supranatural, como deidad matriz en todos sus estadios. Paco cree que Adán y Eva eran españoles, que Dios era español y no de esos cerdos portugueses, franceses, ingleses o vascos. Con ellos, asegura, no está Dios.
Paco cree que fue Dios el que se le apareció a Constantino, el que le entregó a Pelayo una poderosa espada con la que tajar miles de pellejos de la morisma, que era Dios el que encendía los hogueras de la Inquisición y los cañones que descuartizaban barcos en Lepanto. Ese Dios que habló a través de Menéndez Pelayo, ese Dios justiciero, vengativo y cainita, a la par que profundamente español, siempre dándonos balas y cañones para acribillar al enemigo. Ese Dios amenazado por el diablo que encarnó a un General, una guerra civil y un tiempo en el que Él mismo volvió a reinar en este país.
Ése es el Dios en el que cree Paco. Podría llamarse Dios o dejarlo sólo en España. La cruz no es símbolo de la redención, sino de la Victoria. Es el icono de lo español, de la bandera rojigualda y del imperio. En ella no muere Dios, sino un auténtico español.
Y así el Cristo, el que vino a romper fronteras, agoniza y muere en cada Semana Santa.