Paquita, como todos los niños de su especie, tiene un avezado sentido de la justicia. Sus padres la han apuntado a una cofradía, pero ella no se pierde una, a menos que los bostezos la delaten y la condenen a la cama.
La niña empieza a comprender la naturaleza humana en su libro de Conocimiento del Medio: los anfibios, los planetas, las nubes. Sin embargo, la Semana de Dios la supera, la acribilla a imágenes violentas, de reinas atravesadas por siete puñales y hombres semidesnudos, heridos y jadeantes, sufriendo una dura condena.
Paquita ha visto a Jesús condenado, apaleado, traicionado, cargando con la cruz y crucificado. Y ya no aguanta más. Ese que hace unos meses era el Niño Jesús -y ahora dejaba un reguero de sangre y niebla- tenía que defenderse de los romanos, de los malos. En la calle había mucha gente, seguro que saldrían en su ayuda y evitarían la paliza.
Y decidida, Paquita, la tarde de Jueves Santo, se plantó delante del Cristo amarrado, lo mandó parar, y entre lágrimas, a grito pelado, dejó helado a todos los que la escucharon: ¡Jesús! ¡Defiéndete!