Francisco llora desconsolado en cada nueva Semana Santa. Al ver al Cristo pasar no puede evitar acordarse de su abuelo, uno de los fundadores de la cofradía, de su abuela, la mañana cálida que le cosió la túnica, y de su padre, ya fallecido, que durante años había comandado el paso. Francisco llora por el recuerdo vivo de su madre, que tantas flores entregó a la Virgen y tantos rosarios recitó a su mirada. Y llora emocionado al ver a sus hijos crecer cada Domingo de Ramos, unidos a su hermandad, jugando entre nazarenos, como lo habían hecho sus generaciones.
Y es que no hay llanto más elevado del que ve morir el tiempo en la semana de Dios y comprende, el último de sus días, que los años no pasan en balde y que el único archivo posible es la memoria de aquellos a los que ha amado.
Sale la cofradía, y con ella van sus recuerdos, sus historias y sus muertos. Llora, Francisco, llora, llora sin consuelo. Porque de éstas lágrimas tuyas brotarán nuevas raíces y la fiesta se perderá a la vista del tiempo.