“Triunfo popular de la muerte española.”
Federico García Lorca
La memoria te ha traído en tren hasta tu infancia. Hace meses que anhelabas ese momento en el que por un sólo instante tu existencia trascendía del tiempo y se integraba en la dinámica ahistórica de la cofradía. Por ello mentiste en el trabajo, simulaste una pequeña enfermedad y conseguiste un par de días libres, los necesarios para reencontrarte con ese mundo mágico que supera a cualquier frontera.
Llegaste una fría mañana de espartos, en la que la lluvia jugaba al escondite en el horizonte gris de las almenas. En tu maleta, sólo un viejo costal y una medalla ennegrecida. Anduviste hasta el centro, buscando en las ramas de los árboles una explicación sincera al prodigio de la Semana Santa. Y al rato, te encontraste en silencio, justo en frente de tu Cristo, y supiste que era allí donde querías pasar el resto de tus días, y que no habría fuerza sobrehumana que te alejara del calor del cedro y de la cera.
Decenas de miradas perdidas se amontonaban en la puerta de la iglesia buscando un atisbo de sol en el cielo, una esperanza que tornara la angustia en marchas reales, saetas y levantás al cielo. Sin embargo, los relojes se afanaban en retrasar el triste augurio. Vivíais cada minuto como si fuera el último en la tierra, como si todos, en hermandad, fuerais un enfermo en coma dispuesto a morir en paz.
Subiste al tejado encharcado para comprobar lo que ya sabías, que los truenos amenazaban tormenta y que no había pájaro en el horizonte que no se hubiera resguardado. Te miraste a un charco y en un espejismo viste sufrir a todos los tuyos, viste el dolor que provoca la quimera desparramándose sin control por las aceras.
Escuchaste las palabras prohibidas y rompiste a llorar en el interior de un alma que aquellas alturas ya no te pertenecía. Saliste por el portón empapado y viste tu patria dolorida, tu patria que había conjurado el milagro y tu patria fracasada. Fue entonces cuando tu infancia y tus vivencias cayeron como lágrimas en la lluvia.
Y marchaste deslizando las alpargatas por las calles resbaladizas y no tuviste fuerza para levantar la cabeza hasta llegar a casa.
Ésa es tu gloria, amigo.