Paquita durmió la siesta sin remordimientos. Llevaba semanas esperando aquella tarde y no había milímetro de su cuerpo que no anhelara el prodigio. Las golondrinas avisaron con sus danzas que algo grande se avecinaba.
Paquita bajó la escalinata de Santo Domingo, como tantas otras veces, pero ese día con el corazón apremiante y las piernas temblorosas, tentando el granito . Sin apenas saludar, se escondió en el confesionario para meterse debajo de la túnica. Paquita, esa noche, cargaría con la cruz de la penitencia por la ciudad de las esquinas.
Con lágrimas veladas por el verduguillo, se abrieron las puertas del cielo, y Paquita salió del templo con la cruz a cuestas, fijando su mirada dolorida en una multitud que aclamaba primaveras. Las piedras del camino comenzaron a agrietar sus pies y en el hombro se clavaron como ampollas las astillas de la cruz. Pero, para Paquita, estas cuestiones eran secundarias.
Paquita, lo que verdaderamente no soportaba, el acto mismo de la penitencia, era no poder ver a su Cristo izarse al cielo, avanzar portentoso, clavar sus zancos en la tierra, de izquierda a derecha, adelante y atrás, una marcha tras otra. Ella sólo podía intuir el milagro en los aplausos que escuchaba en la lejanía.
Sonaban cornetas, tambores, bombardinos, saetas e incluso el chasquido de los costaleros al crujir los metales. Y ella no podía verlo ni tocarlo. Por eso lloraba. Era su verdadera penitencia.