Nieta, madre y abuela viven en la calle Caleros desde que tienen uso de razón.
Francisca, la abuela, fue durante toda su vida la camarera del Cristo de su devoción. Ella le lavaba la ropa, le cosía los mordiscos de las ratas y le escondía las humedades. Cuando llegaba la Semana Santa, unas cuantas mujeres del barrio trasladaban sus fogones a la iglesia para no perder ni un minuto en la colocación de las flores y la limpieza de la plata.
Los hombres no aparecían durante el montaje, entretenidos con el vino en el templo masculino de la cultura mediterránea. Cuando Francisca y las otras terminaban de frotar y fregar, recogían a los hombres de la taberna y los llevaban a regañadientes a casa para tomar una sopa de ajos bien caliente. Llegaba la madrugá.
Paca, la hija de Francisca, heredó el título y la maña de levantar el monumento efímero de la Semana Santa. La nieta, Paquita, alguna vez acudió a la iglesia en busca de una hernia. Dejó de ir el día que preguntó dónde había que apuntarse para cargar el Cristo, y a carcajadas, le respondieron que “eso no era cosa de mujeres”, “que su papel era el de fregar y poner flores”, “que una mujer en el paso rompería la estética” e incluso “que desconcentraría con sus curvas a los hermanos y fieles.”
Paquita rompió las cadenas con un portazo y se hizo hermana de otra cofradía para salir de costalera. Cada Lunes Santo, la revolucionaria de Paquita se mete debajo del paso y suda con dignidad.
La abuela Francisca no quiere saber nada del espectáculo de ver a una de las suyas haciendo cosas de hombres. Y, mientras la nieta aprieta los dientes, ella se arrodilla ante la estampa de la Virgen de la Montaña y con el rosario en la mano le reza para expiar los pecados de Paquita, no se le vaya a caer el niño por la pena de ver a una de su estirpe de costalera.