Cuando en la Asociación de Vecinos se acordó la representación en Semana Santa de una Pasión viviente al ritmo superstar, ninguno de los presentes dudó en que el más idóneo para hacer de Cristo era Paco, pese a no haber pisado la parroquia en sus cuarenta cinco años en el barrio.
Paco, hijo de obreros y nieto de obreros, tenía el cuerpo destrozado de operaciones y accidentes laborales. Las cicatrices de su espalda bien podrían representar una flagelación. Pero la más famosa de sus heridas, la del costado, había recorrido todos los mentideros del barrio. Los niños se le acercaban y, como Tomás, exigían ver para creer.
Los ensayos no salieron como se esperaba. Paco no tenía disciplina ni espíritu de sacrificio, se le olvidaba el papel y pasaba las horas a tragos en la taberna. El día señalado, el barrio sacó las sillas de Águila Amstel a la plaza para contemplar la Pasión viviente.
Paco, cubierto a la cintura por un paño escueto, salvó las primeras estaciones gracias al apuntador. Finalmente, fue crucificado. Desde las alturas, tenía una vista privilegiada. Al fondo, sus amigos, ataviados con túnicas y barbas de pega, se refrescaban con cerveza y aceitunas y le señalaban a carcajadas. No lo había pensado, pero el papel de Cristo era el más largo de la Pasión, y eso significaba que tardaría una eternidad en unirse a la camaradería.
Una tremenda sed comenzó a deprimirle, hasta el momento de la conversión. Paco no aguantó más subido al madero y, de un salto, se tiró al suelo, dejó la corona de ramas y, en pañales, pidió una cerveza. Las mayores devociones tienen también su sed.