Hubo quien le prejuzgó sin pruebas. Bastaba verlo allí sentado para darlo por hecho. Aquel aspecto de culpable lo delataba. Lo tenía por mucho que intentara disimularlo. Era un hecho. Indiscutible. Culpable. Se mirase por donde se mirase.
Cuando quebró el gabinete le echaron la culpa a él.
Cuando atracaron la sucursal en la que él estaba sacando dinero en ese momento, a pesar de la evidente imposibilidad lógica, le señalaron todos a una, incluida la cajera que lo atendió.
Cuando decidió tomar el autobús y no el metro y se inundó la línea 6 desde Legazpi a Manuel Becerra le echaron la culpa.
Su pinta de culpable lo delataba. Si se disfrazaba, daba aún más el cante. Así que optó por no salir de casa. Tenía internet y teléfono. Todo al alcance de un clic o una llamada.
Pero no contaba con el servicio técnico.
Le culparon del bajo nivel de cobertura, de que los diez megas prometidos no llegaban a los tres reales y de que ya estaba bien de tarifas abusivas. Y también de la subida de la luz, del aumento del precio del pan y de la leche, de que la sección de congelados del hiper se hubiese puesto en huelga, de los malos resultados del Madrid en la liga.
Un chorreo incesante de pleitos lo inundó y tuvo que salir de su refugio.
Cuando se quitó la vida, le culparon de haberlo hecho sin el consentimiento de la comunidad de vecinos y de sus allegados más íntimos, a saber: el cobrador del frac y un tal Benítez que le demandaría por no prestarle atención mientras iba en caída libre hacia su propósito sin percatarse in extremis de que en la planta decimoprimera un pato a la naranja se estaba chamuscando en el horno. Benítez no cenó pato esa noche y pidió una pizza.