AUNQUE al huido Puigdemont le moleste, la prueba irrefutable de su ‘españolismo’ está en la inclinación firme al «sostenella y no enmendalla» que suele atribuirse al empecinamiento patrio. Con el agravante en su caso de ser un lastre que aplica con carácter retroactivo, es decir, su obstinación a la hora de negar la realidad, de cuestionarla, se extiende al pasado, al presente y me temo que al futuro.
El empecinamiento de Puigdemont se funda en la ‘irrealidad’ de una Cataluña que únicamente ha existido en la geografía e historia fantástica de los deseos. De los «sentimientos», como se denomina ahora piadosamente a esa coartada contra la razón. La topografía por la que deambula Puigdemont está emparentada con la leyenda, con la mera ficción, no con la realidad. A quien le interese saber cómo nacen las ‘mitologías nacionalistas’, le bastará para entenderlo con mirar alrededor de nuestro día a día en Cataluña y reflexionar acerca del trajín de mentiras, engaños, ‘astucias’ y versiones de los hechos (y de las opiniones y de los sentimientos y hasta de las emociones) que se cuentan de lo que ha venido ocurriendo por esa tierra. Pensar en la verdad, la realidad y la simple mentira.
Cuando pasado el tiempo pueda describirse con calma y perspectiva la secuencia de los acontecimientos nos parecerá que en estos años hemos asistido a una soberbia comedia de enredo, a una descomunal ‘farsa’ colectiva en la que se implicó a buena parte de la sociedad catalana más crédula y leal con la élite dirigente empecinada en acabar –«sostenella y no enmendalla»– con un magnífico modelo de convivencia y progreso. Supongo que esa mirada retrospectiva y desapasionada, o sea, con vocación de objetividad, nos servirá también para descubrir la dimensión del teatro, el revés de la trama. Aunque supongo que nada de ello ocurrirá mientras no se extingan los incendios que prendieron al calor de las soflamas antidemocráticas, excluyentes y cebadas con la hipocresía de la falsedad. Hasta que la realidad no baje el telón del esperpento y acabe el espectáculo.
«La gente se arregla todos los días el cabello, ¿por qué no el corazón?», se pregunta Gandhi con la lógica lúcida de quien distingue lo banal de lo relevante; lo auténtico de lo impostado. Parafraseándole yo preguntaría a Puigdemont por qué en vez de mirar por su solo interés no piensa, con perspectiva histórica, en los intereses colectivos de la sociedad a la que dice representar? Ya sé que es, claro, una pregunta retórica.
No hay peor obstinado que el que se empeña en seguir la linde cuando esta ha llegado a su fin. O el que quiere seguir echando cartas sobre el tapete cuando alguien ha cantado las cuarenta y las diez de monte. La historia de Puigdemont no lleva camino de terminar bien. Es tan ominosa que probablemente requiera tratamiento externo. A lo grave de su error hay que añadir la voluntariedad. No es un dirigente que se equivoca por azar o de forma imprevista, lo hace de manera alevosa y premeditada. Por eso no le saldrá gratis la jugada y por eso va a necesitar de colaboradores directos para que le ‘rescaten’ del «sostenella y no enmendalla» en que está empecinado.