Lo peor del intolerante emboscado es la aspiración a que comulgues con ruedas de molino y le agradezcas encima la generosidad del gesto. Como en el mundo de los toros, los intolerantes más peligrosos son los mansos, no los bravos; es decir, aquellos que se camuflan tras la sonrisa meliflua mientras ‘de facto’, infringen la legalidad y violentan la convivencia. Un ejemplo prototípico de intolerante emboscado es el diputado Rufián, que simula escandalizarse al tiempo que agita unas esposas desde el escaño o finge asombros ante divertidas columnas de opinión como ‘La vía mística de Fray Junqueras’, de Rubén Amón en ‘El País’.
El intolerante emboscado opera en estos casos igual que aquel energúmeno que acompasaba los bofetones al adversario con la frase: «¡Que no te estoy pegando…! ¡Que no te estoy pegando…!», intentando desmentir con palabras lo que proclamaban sus manos. Vamos, el no afirmativo…
Para el intolerante emboscado las respuestas nunca son contestaciones, son agresiones; el hecho de que el vecino se defienda siempre lo considerará un ataque y la exposición de argumentos en su contra (aunque se formulen de la manera más educada e inteligente posible) lo juzgará como un mero desprecio a lo que ha decidido que son ‘sus’ derechos o ‘su’ santa voluntad.
Hipocresía y contumacia. El intolerante emboscado retorcerá el argumento y la historia hasta que el espejito mágico se olvide de Blancanieves y confiese que la más guapa del reino (o de la república) es la reina bruja de su coalición…
El intolerante emboscado suele ser de piel delicada, lleva mal que se le lleve la contraria y sobre todo lleva mal que le den de su misma medicina. Dice Pope que «Nuestros prejuicios son igualitos a nuestros relojes: nunca están de acuerdo, pero cada uno cree en el suyo». Para el intolerante fatal no hay sin embargo más relojes ni más huso horario que los de su aldea. Los otros siempre son «los otros». La oposición, por ejemplo. Y más si están en minoría.
Frente a los intolerantes emboscados no cabe la equidistancia ni la indiferencia, a riesgo de incurrir en complicidad. Cuando un dirigente político se considera ‘con derecho’ e investido no se sabe con qué mandato de los dioses para subvertir la legalidad y dinamitar una convivencia de siglos, más que un representante público es una amenaza pública para la democracia. Para una democracia del siglo XXI, no para una ‘república emocional’ en la era de la posverdad. Al igual que otros muchos separatistas crecidos al calor del ‘procés’, Rufián es más un síntoma que un problema. Por eso encaja tan mal que haya quien desvele la tramoya del insostenible ‘procés’ y proclame, como el niño del cuento, que el emperador está desnudo…
Por desgracia, los primeros damnificados no son los dirigentes políticos sino muchos ciudadanos de Cataluña legítimamente esperanzados en un proyecto de sociedad democrática y con futuro que se disipa por el capricho insensato de quien solo mira su ombligo. Ante este vértigo se entienden mejor que nunca las palabras del siempre sabio Joseph Joubert: «Es mejor que haya muchas personas engañadas a que haya muchos granujas».