Las moras encantadas extremeñas deben echar de menos los zocos y el calor de África, porque en cuanto llega el veranito colocan en el suelo una tienda de baratijas en la que venden de todo, excepto la razón de su encantamiento.
Se aparecen a pastores, labradores y caminantes en parajes solitarios y dan a escoger “aquello que más le guste de lo que tengo”. Normalmente, el incauto lugareño escoge un objeto valioso, y casi siempre afilado. Mal hecho. Lo que quiere la bella mora es que la elija a ella como lo más bello de la tienda.
Cuando esto ocurre el afortunado la desencanta y ella, en agradecimiento, lo colma de riquezas y de amor eterno. Pero esto, reconozcámolo, pocas veces ha sucedido. El hombre, avaricioso por naturaleza, elige otro objeto, doblando así la pena de la infortunada mora, por lo que esta, furibunda por la avaricia y el escaso romanticismo del lugareño de turno, se venga con terribles castigos, llegando incluso a la muerte del desafortunado humano.
Cerca de la bella pedanía hurdana de Horcajo, bajo pintorescos balcones de madera y puentes-pasadizos, aún se habla de la morita que por el día de San Juan llegaba hasta la aldea y ponía una pequeña tienda en la hendidura de la tierra con los más diversos cachivaches.
Recoge Iker Jiménez en su “Paraíso Maldito” que un día apareció un pastor hurdano que llegó buscando el ganado perdido y terminó ante el solitario puestecillo de la morita, quien (cómo no) le ofrece lo que más le guste de la tienda. Y el pastorcillo pide unas tijeras de oro. Ya dijimos que mal hecho.
En ese momento, la mora enfurecida sale de la gruta y golpea al muchacho hasta que pierde el sentido . Al volver en sí, algo mareado y aturdido, el joven vuelve a oír como la mujer le repite la oferta, y el chico, emperrado, vuelve a clamar por las tijeras. Muy, muy, muy mal hecho. Porque entonces la mora se enrabieta aún más y con las tijeras que tanto había pedido el joven le corta la lengua al desdichado, que huye del lugar como si lo persiguiesen mil demonios, mientras escucha a la mora gritando:
“¡Desgraciado, a cien años de hechizo me has condenado!!! ¡Si hubieras dicho “las alhajas de la cueva, y a ti la primera”, te hubiera colmado de grandes riquezas…!”
Quédense con la copla de la frase por si se les aparece alguna y quieren pegar el braguetazo interracial, porque se ve que, en Las Hurdes, o tienen muchas moras tenderas o hay una sola que se mueve mucho, porque se habla de otra agarena que se le apareció a un pastor en el siglo XVIII cerca de Ladrillar, cuando apacentaba su ganado en el monte.
Ve una cueva en la había una curiosa tienda de baratijas regentada por la mora, que le invita a acercarse y le pregunta que es lo que prefiere de todo lo que ve. El pastor (se ve que había escasez de menaje del hogar en esa época) contesta que unas hermosas tijeras de oro. La mora monta en cólera y gruñe, diciendo:
“¡Serán para cortarte la lengua!!!”
Asustado, el pastor intenta huir, pero la mora lo alcanza y le corta la lengua. Cuando regresa al pueblo, logra contar mediante señas lo que le ha sucedido. Los más ancianos le cuentan entonces que la mujer es una mora encantada, custodia de grandes tesoros, y que para desencantarla bastaba con pedir su mano y no una baratija.
Las tenderas encantadas no colocan sus puestos solo en Las Hurdes, pero sí suelen salir sólo por San Juan, como la bella joven en la Fuente de la Serrana, cerca de Plasencia, que ofrece inútilmente sus bandejas rebosantes de artística bisutería. No hay tu tía. Allí sigue la pobre, que sepamos.
Pero no desesperen mis lectores más románticos y sensibles, porque no todas las leyendas de vendedoras encantadas terminan como el rosario de la Aurora. Flores del Manzano afirma que existe una versión con final feliz que termina en boda, aunque antes de encontrar a su “pastor azul” la moza encantada se lleva por delante a dos prosaicos humanos con una tijera y un cuchillo, ambos de oro.
Pero si lo que queremos es encontrar un puesto original en este mágico mercadillo tenemos que escuchar a Publio Hurtado y acercarnos a Alcuéscar para conocer a la princesa que, surgiendo de un molino en La Resbalaera, exhibe un tenderete de calaveras y huesos humanos, cuya extraña mercancía, de la que no vende ni una mísera falange, recoge, como todas las encantadas, al llegar el alba.
La princesa debe haber traspasado el negocio, o quizás algún año el amanecer le sorprendió sin haber recogido su macabra mercancía, porque justo un siglo (los cien años de rigor en los que se cuentan los encantamientos) después de que Hurtado nos hablase de ella apareció en el pueblo un viejo arcón negro con un cráneo y varios huesos en su interior. Y no se sabe de donde salieron. Ni de quién. Ni para qué.
Aunque me da en los huesos que la respuesta, como diría aquel, está en el viento. Concretamente en el viento en el que se ha convertido una princesa encantada que, hastiada de que los humanos no le hagamos ni caso, se ha cansado (tras cientos de años de negocio nocturno y sin más cliente que la luna) de jugar a las tiendas.