Aprovechando que ayer fue el Día del Libro quiero recordarles que quien tiene un libro tiene un tesoro. Y contarles que quien tiene determinados libros tiene cientos de ellos.
Los tesoros extremeños pueden ser de dos tipos: “encantados” y “reales”. Estos últimos son las riquezas que alguien ocultó por diversos motivos y, que más tarde no pudo volver a recoger, por lo que están al alcance del primero que acierte a encontrarlos.
Para localizar estos fabulosos tesoros ocultos, los buscadores se apoyaban en leyendas trasmitidas oralmente de generación en generación, pero además se utilizaba como método infalible para encontrarlos los datos contenidos en Grimorios, Gacetas de Tesoros, Pliegos de Cordel o incluso libros como el “Ciprianillo” o “Libro de San Cipriano”, en cuyas páginas se detallan lugares donde se encuentran los tesoros escondidos.
Las clásicas gacetillas y libros de tesoros vieron la luz entre los siglos XVII y XIX. Daban pelos y señales sobre tesoros ocultos para todo aquel que quisiese probar fortuna y hacerse rico encontrándolos.
La explicación que se ofrece de la existencia de estas “listas de tesoros” es bastante ingeniosa, y remite a una vaga memoria popular de los grandes acontecimientos históricos y de los movimientos demográficos del pasado: Los pueblos históricos, tras muchos siglos en el país, se han hecho tremendamente ricos, pero llega una invasión –o, en el caso de los moros y de los judíos, una expulsión– que les fuerza a abandonar sus hogares y su país.
Por la razón que sea –peso excesivo, prohibición o miedo a ser asaltados– los exiliados no pueden llevarse todo su oro ni todas sus joyas a su nuevo lugar de asentamiento, por lo que deciden esconder sus tesoros bajo tierra, en rocas o en castillos, para asegurarse de que en un lejano futuro ellos mismos o sus descendientes pudieran recuperar sus riquezas abandonadas.
Por desgracia para ellos, la mayoría de los exiliados nunca pudieron volver. Los tesoros se quedaban en el suelo extremeño, y sus listas permanecían en posesión de los descendientes bajo el cegador sol de El Cairo, la brillante luna de Constantinopla, las inmensas dunas de Túnez, las bellas medinas de Argelia o las tortuosas callejuelas de Marruecos.
Sólo de vez en cuando, un náufrago, un marinero capturado por los piratas argelinos, un viajante o –en tiempos modernos– un soldado que pasaba su “mili” en Ceuta o Melilla, conseguía hacerse con alguna de aquellas listas.
La compraba, la robaba, o su dueño se la daba como regalo, sabiendo que él mismo nunca podría volver a España para recuperar las riquezas de sus antepasados.
Las Gacetas que hoy en día son conocidas en España son copias de aquellas listas originales, o al menos de parte de ellas.
Pero donde hay tesoros, también hay fraudes… Nos cuenta Publio Hurtado cómo a finales del siglo XIX, en Cilleros, un hombre se afanó durante años, prácticamente toda su vida, a fabricar falsos libros de tesoros. Se llamaba Bonifacio Montero, y escribía con tinta añeja en viejos papeles, con datos de lugares misteriosos que ocultan tesoros espléndidos.
Posteriormente sometió los escritos a los humos de la chimenea, y los enterró para que la humedad y el moho los envejecieran. Más tarde se las apañó para colocar estos libros o escritos en las manos de los investigadores menos avispados o más obsesionados con encontrar tesoros, de los que obtuvo importantes sumas de dinero a cambio de una ilusión.
Sin embargo, no todos estos libros son falsos, y el pueblo sabe que todavía hay una gavilla de covachas, holgados refugios rocosos, regulares grutas y entalladuras abisales donde refulgen los tesoros que venían signados en aquellos libros que los antiguos denominaban “Las planas o libros moriscos”.
“El libro verdadero de los aberes que quedaron los moros en la cristiandad cuando fueron despojados de ellos, que trajo el capitán Manuel Tavora y Barron en lo que estuvo cautivo en el imperio de Marruecos doce años, cuyo rescate se hizo por los padres de la redención el año 1601” tiene un título de longuitud de Guiness, pero es un ejemplo perfecto de gacetilla de tesoros en Extremadura y su frontera con Portugal.
En él se da cuenta de numerosos tesoros que aparecen y aparecerán en estas páginas. Se trata de dos libros manuscritos que recopilan una serie de datos, al parecer obtenidos por este capitán a lo largo de su cautiverio, en interrogatorios realizados a medio centenar de personas entre prisioneros y familiares de los mismos; así como a algunos de sus propios carceleros y a otros musulmanes que realizaban distintas tareas en su prisión.
En sus orígenes estos volúmenes tenían cubiertas de piel de becerro, colocadas al parecer por el propio autor cuando ya estuvo libre, con la colaboración de los religiosos que lo rescataron. Con el paso del tiempo, éstas se deterioraron tanto que se perdieron, siendo sustituidas en el siglo XIX por otras mas normales realizadas en cartulina dura de color rojo.
Se ignora por cuántas manos pasaron estos volúmenes antes de acabar en las de un anticuario que se los vendió al insigne bibliófilo extremeño Antonio Rodríguez Moñino. Actualmente se encuentra depositado en la Biblioteca Pública de Cáceres, pertenece al fondo bibliográfico Rodríguez Moñino, y ha sido puesta de nuevo en valor por el investigador cacereño Alonso Corrales Gaitán.
Aún hay otro libro de tesoros que se supone que trajo un religioso que residió bastante tiempo en Marruecos, y que murió en el convento de Ciudad Rodrigo, legándolo a su muerte a su sobrino Peralta, de San Martín de Trevejo, a quien la tradición atribuye el descubrimiento de tesoros, origen de la riqueza de sus hijos y nietos, y aún se supone que conservaban en el siglo XIX este maravilloso libro.
En 1860 el vecino de Coria, investigador y buscador de tesoros Don Vicente Maestre llegó a tener en su poder seis de estos libros, y murió convencido de la existencia de muchos de los tesoros consignados en ellos, ya que a algunos de las riquezas no las consiguió por los pelos, y solo encontró el hoyo donde excavaron y el murmullo de los lugareños que afirmaban que le tesoro ya lo había encontrado… un tal Peralta.
Pero de los cazatesoros extremeños ya hablaremos en otra ocasión. Porque aquellos que cambiaron los ríos de tinta por los ríos de oro tienen otra buena historia. Palabra.