Los moros encantados tienen mucho afecto a sus barbas. Sobre todo en Extremadura. En Ahigal ya contamos cómo puede uno enriquecerse tan solo madrugando la mañana de San Juan y pasándose por Las Oliveras del Tesoro, y cuando se encuentre con un señor de larga barba que tiene un tenderete, decirle que lo que más le gusta es su barba. Eso le hará rico para siempre.
Cuentan que, hace ya muchos años, el día de San Juan muy temprano, un molinero paseaba por allí desde el molino del río, y vio junto a la pared del huerto una tienda de baratijas.
Extrañado, se arrimó a la pared y vio a un señor que tenía una barba blanca muy larga y abundante, sentado detrás del mostrador. Cuando el señor se dio cuenta de que llegaba aquel hombre, se levantó muy atento a preguntarle qué quería de su tienda, y quée era lo que mas le gustaba. El molinero, después de examinar todo lo que había, le contestó que una cuerda, que se ve que le hacía falta para algún costal.
El hombre de la barba se puso furioso, cogió la cuerda y se lanzó al molinero gritando:
– ¡ Para ahorcarte con ella!
Y lo agarró de la camisa, pero como era ya muy vieja se rompió, y el molinero salió corriendo hasta llegar al arroyo, que estaba al lado. Entonces, el barbudo le gritó:
– ¡Ya te escapaste, que no puedo pasar del arroyo! ¡Si hubieses dicho que lo que más te gustaba de la tienda era mi barba, me habrías desencantado y te habría hecho todo lo rico que hubieras querido!
Otras lenguas y otras memorias afirman que, casi todo lo que hay en la tienda es de oro, y de lo que hay que pedir son unas tijeras de este metal, y con ellas cortar la barba del moro, desencantándolo así para siempre.
Y si hacemos caso a Publio Hurtado, en un determinado rincón de la Sierra de Jálama, en fechas concretas, varias personas han afirmado ver distintos objetos de adorno, hechos de oro y plata con incrustaciones de piedras preciosas. La visión va precedida de un gran silencio y de la presencia de un misterioso moro que realiza infinidad de promesas a todo aquel que lo observa.
Una de las últimas extremeñas en encontrarse con el “encanto” fue una pastora llamada Aniceta “la Polea”, quien hacia 1860 se encontraba guardando su ganado cuando se encontró con un misterioso bazar ambulante. En él encontró telas preciosas, piezas de orfebrería y adornos de oro y plata. Tras el bazar, un moro con larga barba la miraba fijamente.
La Polea cogió una jarrita de oro, pero el moro le dijo:
– “Deja eso en su sitio, que áun no te lo mereces. Vuelve sola dentro de un año exacto y serás dichosa. Mientras, encontrarás un pequeño tesoro allí”, dijo mientras señalaba una cima cercana.
Aniceta miró hacia el lugar que el moro señalaba, y al volver la vista a la tienda esta había desaparecido.
El pequeño tesoro lo debió buscar mal, puesto que no lo halló, aunque al parecer lo encontró tiempo después una familia de San Martín de Trevejo, que se hizo rica.
Pero al año regresó, tal y como le había ordenado el moro, aunque acompañada por vecinos y familiares, que también querían su parte, algunos porque dudaban ya de la cordura de Aniceta, y otros porque querían su parte, por lo que el moro no volvió a aparecer pese a las súplicas y lamentos de la pastora, que perdió para siempre su prometido tesoro, muriendo al tiempo pobre y miserable.
Y hablando de barbas célebres y de moros famosos, acabo de recordar cómo una simple barba hizo que Mérida se rindiera a los árabes. Cuenta Moreno de Vargas cómo el moro Muza tiene sitiada la ciudad, y sus habitantes deciden mandar una delegación a entrevistarse con el moro.
Cuando estos regresan, describen a Muza como un anciano de larga barba cana, y en Mérida piensan que , con un poco de suerte, morirá de viejo antes de conseguir rendir a la ciudad. Pero el tiempo pasa y los moros continuan el asedio. Mérida manda otra delegación a entrevistarse con Muza, y casi no lo reconocen. El árabe tiene los cabellos y la barba negros, y los cristianos quedan convencidos que, por medio de alguna magia incomprensible, o gracias a un pacto con el demonio, el adalid moro rejuvenece dia a dia en lugar de envejecer, por lo que decide entregar la ciudad a los árabes.
Y así fue como gracias a un simple tinte, Mérida comenzó su esplendor árabe. Por los pelos.