Atardece el verano en Cambroncino. Los ancianos ya han sacado las sillas a las calles, con la vista puesta en la iglesia de Las Lástimas, y dando la espalda al derruido barrio de El Teso. Me cuentan de tesoros que guardaron estas tierras y que alguien se llevó un día. Hace años –me cuenta una anciana de ojos vivos- vinieron dos hombres con caballos preguntando por La Jollá. Allí, debajo del palo de la portera, encontraron un gran tesoro que se llevaron en las cabalgaduras. Lo supieron, sabe usted, porque tenían un libro de tesoros…
De los libros de tesoros me da fe en El Gasco el Tio Cristino, tamborilero hurdano y artesano de piedra, madera y cuerno que elabora cachimbas de lava, taburetes de nogal y cerezo y amuletos extraído del cráter que formó hace milenios la caída de un meteorito en lo alto de la montaña.
Sentado en uno de estos taburetes, de tamaño enanil, me contaba en una sesteante tarde de las cuevas tesoríficas de estos lares, y de los peligros que esconden. Afirma que el Tío Domingo, de Fragosa, tenía uno de estos libros de tesoros en el que se contaba que en una cueva del Pico Castillo, que está pegando al impacto del meteorito
“…había una laguna, atravesada por una viga de hierro, y alante del todo había una tinaja de alquitrán y otra de oro. No sabemos si es cierto o no –puntualiza– porque no la ha visto nadie. Lo han intentado, con linternas y todo, pero no han podido. Al fondo de la cueva, y una vez travesada la laguna, había dos tinajas, una de oro y otra de alquitrán. Si acertabas con la de oro, muy bien, pero si errabas con la de alquitrán… explotaba todo”.”
A pocos kilómetros de carretera serpenteante encontramos la alquería de Martilandrán , y entre ambos el “chorro de la Miacera”, una imponente cascada que cae desde una altura de cien metros sobre la pizarra viva. Aquí existe una escondida cueva donde también hay un gran tesoro de los moros. Pero ellos, sabiendo que alguien irá tarde o temprano por aquellas joyas, monedas y riquezas, disponen de varios encantamientos, ayudándose de que el capricho de las aguas y su efecto erosionador han dispuesto tres entradas idénticas abiertas en la roca como boca de la cueva. En cada una de ellas hay uno de estos hechizos, y al fondo se ven unos cofres que a buen seguro guardan el tesoro. Pero si se entra por una de las aberturas se nota la fuerza de unas manos invisibles que empujan hacia fuera con fuerza y furia. Y si se entra en otra, como lo han hecho algunos buscadores de tesoros ansiosos de las riquezas, se está a punto de llegar a los baúles, pero justo frente a estos las paredes se revuelven, penetrando al incauto en un laberinto bajo tierra del que ya nunca podrá salir y que cada vez va más profundo hacia las infernales entrañas de la tierra.
En la misma zona hay otra cueva, según le contaba el Tío Agustín Barrera al investigador Félix Barroso, “al llegar el día del Ángel, que siempre es en el mes de marzo, suenan las campanas”. Esta cueva está muy bien reservada y preparada: tiene tres esquinas recortadas a la entrada, para que el agua no entre. Y allí están los tesoros que los moros dejaron enterrados y encantados, guardados en sus profundidades. En la boca de la cueva hay un tronco de encina, seco pero sano, ya que la cáscara no se cae. Es el tronco de la encina mora. Al fondo del todo hay un pasillo, y allí están enterrados, junto a una gran campana, dos hileras de baúles de oro que nadie puede coger, porque los guardan los “encantos” de los moros. “El pasillo está formado como por unos terrazos, y cada terrazo tiene un trozo de la “rosa del luto”, y cada cuatro baldosas se forma una “rosa del luto” entera. Y todo el pasillo está limpio, igual que cuando los moros lo dejaron…”
Y no debe ser mentira la historia, porque este mismo verano me contaba una anciana de El Gasco, arrullada por el rumor del agua que corría a los pies del pueblo, que una cuñada suya fue a por chaparro a un cancho de Pico Castillo y oyó tocar la esquila.
Y otra anciana, sentada al fresco en Cambroncino, me afirmaba, con la certeza que da la edad, que en el Pico Chapallar, en la Sierra más alta de la Madroñera, vinieron unos hombres “de afuera” que se llevaron sacos y sacos de oro, diciéndole a la anciana entonces jovencita:
– ¡Las riquezas que habéis tenido en Las Hurdes y no habéis sabido aprovecharlas!
La frase, desde luego, se puede tomar literal o metafóricamente. Como los tesoros o las cuevas, porque la búsqueda de un tesoro no sólo es el deseo de captar un objeto material, sino también el privilegio de recibir la iluminación, el poder del centro motriz. Por eso estos tesoros se encuentran casi siempre amparados por cuevas, cavernas, hendiduras o simplemente ocultos en la tierra, inmersos en este útero natural y primitivo.
Como en Ovejuela, arropada por ríos, límpidas piscinas naturales, robledos y pinares, castaños y helechos. Acerquémonos al Chorro de Los Ángeles, una bella cascada de la que nace el río del mismo nombre. Cerca, muy cerca, se encuentra la cueva del Morro del Moro en la que , haciendo honor a su nombre, se ocultan fabulosos tesoros.
Volvamos a la carretera para acercarnos a Pinofranqueado e intentemos encontrar el fantástico tesoro que, según le contaron al periodista Iker Jimenez, se oculta en lo más profundo de un pozo natural custodiado día y noche por unos enormes mosquitos de cuerpo grueso y provistos de largas y afiladas trompas y alas traslúcidas con las que revolotean en la oscuridad. Es sumamente peligroso acercarse, ya que si alguno clava su aguijón en tus carnes, te conviertes al momento en uno de ellos, condenado a guardar por siempre las piezas de oro.
Extremadura también cuenta con la particularidad de que sus duendes, además de enredar en las casas como hacen sus congéneres del resto de España, son también custodios de tesoros. En Las Hurdes son frecuentes los relatos que hablan de duendes guardianes de enormes tesoros, que si caen en manos de un humano se convierten en carbón.
En Caminomorisco le cuentan a Barroso que a un pastor que andaba con su rebaño por entre aquellos riscales le salió un duende al encuentro para decirle:
Debajo del macho cojú está la cueva del moro,
y allí están enterrados ricos y grandes tesoros.
No tardó en apartar al macho y cavar en el sitio que éste tenía por cama, descubriendo al instante una cueva, en la que penetró y encontró un gato de oro.
Y si no encontramos un solícito duende quizás encontremos alguna amable serpiente hurdana que nos haga ricos para siempre, como cuenta el historiador Jose María Domínguez que le ocurrió a un pastor de la comarca, a pesar de que su avaricia le ofreció un trágico final. El pastor encontró un día a una culebra que lo hizo rico, entregándole los tesoros que guardaba en su cueva, pero parece que a partir de ahí las visitas se siguieron prodigando y un mal día serpiente le dijo que si quería coger más tesoros, tenía que llevarla a beber a Boca Oveja, donde desemboca el río de los Ángeles en el río Alagón. De buen grado aceptó el cabrero, pues no en vano ya soñaba con nuevas fortunas, y llevó hasta el lugar, cruzando la sierra que separan los valles del Caminomorisco y Malvellido, a la serpiente metida en un saco. También portaba todos sus caudales. Llegados al río la serpiente le pidió que, antes de darle un nuevo tesoro, la metiera hasta el centro de la corriente, donde el agua estaba más clara, pues era allí donde le apetecía apagar la sed, mientras le indicaba que dejara las monedas en la orilla. Pero la avaricia o el miedo a que le desapareciera su tesoro hizo que el pastor no quisiese soltar sus caudales, de modo que colocó el saco lleno de monedas en el hombro y se metió en el río, de forma que el peso del tesoro hizo que se hundiera en las profundidades, perdiendo la bolsa y la vida.
Menos amable era la serpiente de Horcajo. Allí, dos hermanos foráneos ayudados por dos mulas sacaron un tesoro oculto en las cuevas de Riscoventana, donde han aparecido objetos prehistóricos. La tinaja de oro que había en su interior estaba custodiada por una gigantesca serpiente que sólo se alimentaba de ganados. Quienes se apoderaron del botín dieron con ella tras seguir las huellas de un lagarto con dos colas y debieron cumplir con un ritual conjurador que los libró del temible reptil.
Sigamos hasta Aceitunilla, donde en el valle de los Airinos existe una piedra escrita con letras incomprensibles. Son todos estos parajes, a decir de Felix Barroso, enclaves telúricos, en cuyas entrañas se esconden refulgentes tesoros, y en las Peñas del Rosario, donde hay una cueva, se hace verdad aquello de que “donde apunta el moro hay un tesoro”.
Es conocida la historia de las dos tinajas moras, situadas en esta cueva, un lugar abrupto que domina la región desde su desnuda altura. Una contiene oro y la otra cenizas, y si el que llega hasta ellas tiene la mala suerte de meter la mano en la segunda, verá como estas se convierten al instante en una especie de arenas movedizas que lo van tragando poco a poco como si fuese un monstruo vivo, hasta arrastrarlo sin piedad a lo más profundo de los abismos. Allí también se escucha, las mañanas de los domingos, el tintín de una esquila.
No le faltan cuevas con tesoros a este pueblo, donde los valientes pueden adentrarse en la cueva del Valle Madroñal, por donde también hay un letrero escrito en un canchal y un tesoro escondido con el que la gente ha soñado hasta tres veces seguidas. La lástima es que hoy la cueva ya está tapada, al pie de una poza de agua.
Otra cueva, ya despojada de sus riquezas, es la de las Pedrizas, de la que cuenta que sacaron una cabra de oro y un chivo de plata.
Y en Asegur se habla de la cueva de La Seta, donde se hayan tres tinajas: una contiene piedra, otra carbón y la tercera onzas de oro. Como siempre, hay que tener cuidado al elegir, porque si se elige la primera la cueva se vendrá abajo, y si se elige la segunda el buscador de tesoros se convertirá por arte de magia en una estatua fea y negruzca. Pero si se acierta con la tercera… el feliz mortal será rico para siempre.
Ciertas o no, estas bellas leyendas avivaron durante siglos la esperanza hurdana de no pasar hambre nunca más y de encontrar, de nuevo, la felicidad perdida en un útero materno.