Le doy al niño el ipad para que se espabile, o sea para que se ipadice desde sus más tierna infancia. Y claro, empieza por bloquearme la cuenta de gmail y lastimarme los oídos con “Ai Se Eu Te Pego”, de Michel Telo, y la vista con un video de dos bebés que cantan mientras se tiran pedos, un exitazo en youtube [ver]. Luego le descargo unas apps gratuitas con juegos educativos y el niño empieza con puzzles de cuatro piezas y acaba haciendo castillos victorianos en 3D en riguroso HD mejorado. Pocos meses después, cuando el niño ya no se hace caca en el pañal, empieza a leer los diarios online de Bogotá y México D. F., vaya usted a saber por qué, y se aficiona a ciertas páginas sobre el cultivo de lechugas, tomates y una amplia gama de verduras, frutas exóticas y hongos cultivados de forma natural en macetas ubicadas en patios orientados al suroeste. Con la caída del primer diente y la abolición del ratoncito Pérez por consenso familiar, el niño pide su propio ordenador y se encienden las primeras alarmas. Lo que el niño pide es una antigualla, sí, algo que no se lleva y difícil de encontrar. Ahora lo más son los implantes de micropantallas en la retina que se controlan con el pensamiento -las más avanzadas y caras-, o con la voz -las más económicas-, pero que dan muchos problemas cuando el programa de reconocimiento de voz se enfrenta con un puberto en la edad del pavo. Así que el niño, ipadizado con la versión X.4.2 -y más idiotizado que nunca también- se empeña -y dile que no, que tendrás que vértelas con la orientadora psicopedagógica- en tatuarse un logotipo de Apple de 1993 en color aguacate que no desentona en absoluto, justo es reconocerlo, con cualquiera de las sudaderas y camisetas de Padre de Familia -una versión más bestia, si cabe, de Padre de familia original-, en la que Peter Griffin ha sido sustituido por un esbelto viejuno con tendencias vigoréxicas que bebe cerveza macrobiótica con su amigo Picolo, que sustituye al salido de Quagmire, que ahora brilla en la oscuridad como un gusiluz, y ha descubierto su homosexualidad con tanto roce y tanto ir y venir de las bolas mágicas que nada tienen de chinas, pues, como todo el mundo sabe a estas alturas, se fabrican en Noruega, actualmente última potencia mundial con permiso de Madagascar, que ha subido en el último trimestre su valoración gracias a los viajes suicidas de Paasilinna que prometen los catálogos de las numerosas agencias de viajes que incluyen infografías personalizadas de tierras donde aún no se embotella el agua para la ducha, que está estrictamente prohibida en algunos países por prescripción facultativa de Ororo, diosa de la lluvia -una diosa de verdad, nada de metáforas bíblicas- que apareció un martes de carnaval en un descampado de Michigan, y que, como primera muestra de su poder, fulminó con un trueno que envidiría el propio Thor -un dios nórdico de ficción- un establecimiento de intercambio de sexo por compasión y dinero -aún quedaba alguno en aquella época-, y que decidió retirarse del mapa un jueves de frío intenso en Argelia porque, como dice el refrán, nunca llueve al gusto de todos, y estaba hasta la coronilla de tanto mentecato tecnologilipollado.