Recurre la sentencia a pesar de que le advierten que no va a servir de nada, que es como tirar el dinero a la piscina y luego no pescarlo y secarlo convenientemente, que es malgastar el precioso y escaso tiempo que va a vivir toda una vida; le advierten, por tanto, que va a hacer el primo. Y a pesar de los avisos bienintencionados, el hombre recurre. No lo hace una vez, sino muchas. Y en todas fallan en su contra. El último recurso, ya pobre de solemnidad aunque con la inalterable confianza que lo caracteriza, lo hace ante al Tribunal Interplanetario de la Galaxia, que falla, tras años interminables de deliberación, en su contra. El hombre, que ya es un anciano nada entrañable, achacoso y con un inquietante tic en el párpado derecho, se aferra a los doscientos setenta y dos mil folios de su recurso y antes de morir piensa que lo que más le jode de todo el puñetero asunto no es que no le dieran la razón, que también, sino que había quedado con una mujer, la primera cita de su vida, el día que conoció el fallo negativo de su primer recurso, y con tanto papeleo no le pudo avisar de que llegaría tarde o nunca. La mujer, por su parte, se ha fosilizado en la esquina donde había quedado con el hombre cuarenta y siete años atras, aunque mantuvo la esperanza de que este hombre sería el hombre adecuado, el que pondría el punto y aparte a una larga lista de fracasos, hasta su último suspiro.