Con la mano abierta, los dedos bien estirados, una galleta con clase, un tortazo de los que te hacen confiar en la justicia divina.
Porque aquello no fue una hostia cualquiera, no. Fue la madre de todas las hostias y de todas y cada una de las hostias que le iban a llover después.
Si el guantazo hubiese sido un helado, no cabe duda de que habría que haberlo incluido en la gama supreme (revienta o muere), como una de esas copas de helado con 8 bolas de 8 tipos diferentes de chocolate que solo se comen los niños con los ojos y las madres con cierto placer mal disimulado.
El caso es que fue una torta merecida que le marco la cara con el tatuaje provisional de una mano, sí, de una mano abierta, con los dedos bien estirados, y esta enérgica leche de su joven esposa propició que se acordase de lo que le decía su madre: “Saca la torta del Casar un poco antes de la nevera que luego no hay quien la unte, chacho”.