El nuevo amigo de mi mujer y que, además, se acuesta con mi sobrina, ha tenido la brillante idea de traer una piña para celebrar el cumpleaños de mi hijo que es alérgico a esa fruta del demonio.
Por supuesto, he tirado la piña a la primera oportunidad que se me ha presentado. No sé qué patraña me inventaré cuando llegue la hora de servir el postre, aunque confío en que se me ocurrirá algo. Como siempre. Lo que no tengo claro es si mi mujer o mi hijo alérgico, que se han dado cuenta de que he tirado la piña por la ventana del baño, me delatarán.
La piña la arrojé cuando el imbécil se dio la vuelta para apreciar una lámina de Klimt que compré en el VIPS que tenemos abajo y cuyos ocres, los del cuadro, conjuntan divinamente con los cojines del sofá y la pequeña lámpara turca que mi hijo alérgico nos trajo tras visitar fugazmente Turquía. Pero esto no viene al caso. Lo que ahora espero es que mi mujer y mi hijo alérgico se hagan los suecos y me permitan que explique, de una vez por todas, lo de la alergía, que sería, por supuesto, lo más lógico, y no inventarse así, de sopetón, una excusa que oculte lo que de verdad ha sucedido con la piña.
Hay que precisar que mi hijo, además de ser alérgico, es educadísimo y atentísimo y, probablemente, por aquello de no quedar mal con el idiota que se tira a mi queridísima y sanísima sobrina, por evitar ser descortés o desilusionar a este patán, ya digo, hasta hubiese probado un pedazo de la piña que ahora está espachurrada en el cemento de la calle. Un poquitín, que estoy lleno y no quiero abusar, diría el chiquillo, y nada más meterse el primer trozo en la boca y masticarlo, le brotarían en la cara unas manchitas blancas que serían el primer aviso de que nos tenemos que ir volando al hospital, que está situado en la otra punta de esta ciudad sucia y desordenada porque nadie se ha preocupado de elaborar un proyecto urbanístico bien definido, a causa, principalmente, de que los que la gobiernan están a lo que están y no están a lo que tendrían que estar.
Así que, habiendo evitado que mi hijo alérgico y siempre tan educado, atentase contra su propia vida, sólo me queda saber si se estarán calladitos y me dejarán hablar a mí, cosa que empiezo a dudar pues mi mujer ya está poniendo esa cara que se le pone cuando quiere decirme ni se te ocurra si no quieres que nuestra convivencia se convierta en un auténtico purgatorio y, para colmo, observo que mi hijo ya se está dirigiendo a su habitación para preparar el petate con sus medicinas y todo el historial clínico que evitará que tengan que adivinar lo que le pasa a mi hijo por si llegamos justitos de tiempo y se nos muere.
De modo que ya estoy corriendo escaleras abajo, saltándome los escalones de tres en tres y hasta de cuatro en cuatro, en un exceso atlético impropio de mi edad y de mi condición física, bajando, ya digo, los ocho pisos de este bloque inmaculado en el que el ascensor nunca está disponible porque algún vecino se deja la puerta abierta o se demora con las bolsas de la compra. Quién me mandaría a mí, me pregunto, mientras cruzo el rellano del tercer piso, empeñarme en comprar un ático para evitar molestos vecinos arriba y qué vistas y qué calor cuando pega fuerte en verano y, como colofón, a los pocos meses nos construyen un bloque mastodóntico color ciruela de once pisos justo enfrente, con lo que la maravillosa visibilidad que teníamos de la sierra se desvanece por la fuerza del ladrillo y del hormigón y tenemos que alegrarnos porque, al menos, podemos disfrutar de la vista de cuatro arbolitos que se van a quebrar en cuanto corra algo de viento y parte de un sendero que se pierde al llegar a un banco pintarrajeado con grafitis inintelegibles de una tal Laura a la que aman mucho, aunque no sabría decir si un solo individuo o varios.
Por fin estoy en la calle. Echo un vistazo a mi alrededor y visualizo lo que queda de la piña. Concienzudamente voy recogiendo los trozos más grandes de la piña espachurrada y metiéndolos en el bolsillo del abrigo mientras voy mentalizándome para subir cuanto antes los ocho pisos y voy aprovechando para avisar a la ambulancia por el móvil de la empresa, para que nuestro invitado pueda contarle a mi querida sobrina que mi hijo alérgico y su madre han sido unos maravillosos anfitriones.