La lucha de clases pasó inadvertida para Evaristo, que prefería contarse los dedos de los pies mientras sonaba un bolero en la radio de Macabita. Una vez comprobado que tenía diez dedos como todas y cada una de las veces que los contaba, Evaristo se dedicaba a la meditación. Se sumía en un estado cercano a la inconsciencia que perturbaba sobremanera a Macabita, que tenía que envolver de nuevo su bocadillo para vigilar que a Evaristo no le pasara nada. Así que Macabita se bajaba de la rama del árbol donde se sentaba e iba a sentarse en un taburete al lado de su hermano Evaristo al que prefería llamar Bobo.
El tiempo transcurría y Macabita no veía la hora de comerse su bocadillo. Temía que con el calor, la mortadela fuera a estropearse.
Pasados unos minutos, Evaristo terminó de meditar y se puso en pie. Macabita desenvolvió el bocadillo y le ofreció un bocado a Bobo, que le pegó un manotazo y el bocadillo se desparramó por el suelo del jardín.
Un bocadillo deconstruido, le dijo Bobo a su hermana, mientras se alejaba.
La meditación había obrado en Evaristo un gran cambio de actitud. Ahora era mejor persona, qué duda cabe. Sin embargo, Macabita, que era pequeña aún para atizarlo, no lo veía así, por supuesto. Macabita no lo conoció en su juventud. Ni siquiera había nacido.
Hace unos años, Evaristo hubiese pisado el bocadillo mientras le gritaba obscenidades y, probablemente, la hubiera golpeado y se reiría y disfrutaría como sólo un sádico puede hacerlo. Luego le advertiría que si decía algo la quemaría con la gasolina que su papá guardaba en el garaje.
Efectivamente, la meditación había obrado en Evaristo un milagro, aunque en realidad lo que había ocurrido era que Evaristo se había excedido una tarde con la medicación y el cerebro había hecho crac o croc y fin de la historia, aunque le quedaban ramalazos como el manotazo que había acabado con el bocadillo de Macabita desparramado por el suelo del jardín, un jardín pequeño y muy cuco que traía sin cuidado a estos dos.
En el papel de periódico que envolvía el bocadillo que ya nadie se comería, había una noticia que les hubiese gustado comentar a los hermanos si hubieran sido capaces de hacerlo. Por lo visto, el queso más caro del mundo se encuentra en Serbia. Se llama Pule (que en serbio significa “potro”), y esta elaborado con leche de burra. Un kilo de este queso cuesta mil euros.