El hombre salió de su cabeza y se puso a hacer flexiones. Luego, satisfecho por el esfuerzo y notando que los músculos le quemaban todavía un poco, se preparó una limonada imaginaria que no evitaría las molestas agujetas de sus flexiones matutinas imaginarias. Antes de ponerse con lo suyo, le dedicó unos minutos al noticiario de la radio. Todo eran buenas noticias. Las cosas mejoraban. No podía ser de otra forma. Las noticias imaginarias permitían estos desvaríos.
El hombre volvió a su cabeza y se dispuso a redactar su informe imaginario. Escribía a mano porque le gustaba ver la evolución de su caligrafía imaginaria. Era un hombre concienzudo que no se permitía extravagancias ni notas a pie de página. Por supuesto, consideraba de mal gusto atender llamadas mientras redactaba su informe. Nada de interferencias imaginarias que pudieran distraerlo de su cometido. Lo primero era lo primero. El hombre terminó su informe y volvió a salir de su cabeza. No le pareció extraño que ya fuese mediodía. El tiempo imaginario permitía aquellos desajustes. El hombre se preparó un colacao imaginario, resolvió el crucigrama dominical y puso un disco imaginario de Arcade Fire que nunca había escuchado antes. Escuchó con atención, aunque no entendía el idioma por falta de una formación adecuada y un desinterés imaginario por los estudios que le hubiese facilitado el ascenso al servicio de mensajería.
El hombre le entregó el informe imaginario al mensajero imaginario con el que se cruzó cuando estaba llegando a su cabeza. La siesta le esperaba.
Al despertar, era ya de noche. El hombre salió de su cabeza y se tumbo boca arriba para mirar las estrellas imaginarias y vio que cruzaba el espacio un cohete rojo y amarillo.
Por la mañana, su falta de imaginación rebajó considerablemente la credibilidad de su historia. Hasta su jefe imaginario pensó que se lo inventaba todo. ¡Y un cohete, nada menos!
El hombre nunca más volvió a salir de su cabeza.