Alquilamos la habitación en mayo y ya entonces lo sabíamos.
No tardamos en traer los muebles de aquella otra habitación. Marco y yo. Nos acostamos la primera noche con la rara sensación de estar tendidos sobre el suelo.
En un rincón de la habitación hemos dejado los libros de Medicina de Marco; los míos, escasos, se alejan de la realidad biológica que él pretende que ojee. Pero no puedo hacerlo. Marco lo sabe muy bien: es mejor para mí no aprender lo frágil que somos.
Miro las fotografías del viejo edificio e intuyo la desolación de quienes lo abandonarán cuando sólo resten sus ruinas, dentro de unos años, cuando ni Marco ni yo recordemos haber vivido allí. Nos marchamos de aquel lugar con cierto temor, es cierto, pero al examinar el edificio de la fotografía me olvido de ese miedo y deseo regresar a nuestra vida de entonces: Marco y yo vestidos de rojo bailando en la azotea.
Marco señala con el dedo nuestra ventana. Mira, es allí, podrás contemplar el amanecer que tanto tiempo has estado buscando; y yo miro, pero más que mirar el edificio, miro a Marco, porque es un hombre guapo y porque al mirarle el edificio se desvanece en mi memoria, aunque ahora estemos frente a él, recordándolo.
Subimos las escaleras que conducen a esta habitación desconocida. Los peldaños de madera se curvan ligeramente en el centro debido a la erosión del tiempo, ese infatigable superviviente. El sonido de nuestros pasos es inevitable y tantas cosas pendientes aún. Marco tararea una melodía mientras sube los escalones. Siempre lo hace. Sonreímos.
Nuestro conserje se despidió con lágrimas en los ojos —al menos yo las vi—, cuando le comuniqué que nos mudábamos, aunque Marco me asegura que no sucedió así. Yo le digo a Marco que no todas las personas son como él. Entonces me preguntó que cómo era él. Pero no supe qué decirle.
Tengo la sensación de haber dormido mucho estos días. Mi sueño nos acercó a la ventana del viejo edificio. Nos asomamos como invisibles y contemplamos el río y la noche, con sus nubes de plomo y cenizas, mientras la ciudad y Marco y yo misma permanecemos dormidos.
Nos miramos en el espejo de la habitación. La figura de Marco abraza la mía; descubro lo pequeña que soy a su lado. Nos miramos en el espejo. Marco y yo.
El alba color limón rompe los bloques de sombras entre los edificios. Estoy en esa calle cualquiera de la que nunca hemos hablado.
Un anciano cruza la calle y camina tan despacio que nunca alcanzará el otro lado.
No sé si podré entrar algún día en este edificio.
Es esta calle cualquiera, con su perfume de algodón de azúcar, la que me adormece. Pero si duermo hoy no veré a Marco.
Un anciano cruza la calle.
Marco recorre con sus ojos avellana la luna del escaparate teñida por los trazos caprichosos de la lluvia. El viento, perezoso, despeina sus cabellos. Las luces anaranjadas de la feria en este desierto lo convierten en un islote de luz. Marco se divierte en la caseta de tiro. No tienes que temer nada: no les está permitido devolver los disparos.
Hoy por fin me atreví a comprar sola. En el supermercado no encontré las galletas que le gustan a Marco. Pregunté al encargado: no sabía nada. Éste es otro supermercado. También la habitación es otra. Pero eso ya lo he dicho.
Le pido a Marco que se acerque como quien entra en el vestíbulo de un hotel buscando a una mujer que jamás ha visto. Y él lo hace: cruza la habitación; se detiene ante mí; le resulto familiar y me lo hace saber.
Me emborracho de Marco, de su voz.
Estamos mirando las estrellas. Lo cierto es que miramos el cielo sin estrellas. Las había. Estrellas. Marco me dice allí hay una y yo miro, pero allí no hay nada. Está el cielo, pero no hay estrellas, de eso estoy segura. Nos quedamos allí mirando el cielo sin estrellas durante un par de horas. Cruza un avión.
Estamos solos. Una luz de verano inasible cubre nuestros rostros de hojas. El amanecer se está tendiendo sobre las rocas. Marco se acerca a mí muy despacio; en las manos, formando una especie de cuenco, el agua que le pedí.
Ahora Marco pasea por la habitación; se detiene para buscarme: no me distingue entre la bruma de sus pensamientos. Se tiende a mi lado un hombre como Marco, con su piel blanquísima, sus brazos extendidos hasta tocar el cabecero, su amago de sonrisa, un hombre que no es Marco, al que un cambio en mí lo aleja definitivamente. Un hombre yace a mi lado. No es Marco. Y, sin embargo, tiene que ser él.
Te he mentido otras veces. Por eso llegas hoy confiando en que te mienta. Pero no lo hago. Quisiera mentirte, pero tu mirada me exhorta a que te diga la verdad. Una verdad obligada por tu mirada.
Marco ha escrito en su cuaderno un diagnóstico infalible; releo las notas que tomó, notas que no entiendo, notas con el propósito de excluirme de su vida. Y estaba la insubordinación de mi cuerpo: ese andamiaje de sangre, carne y huesos que se elevaba en mi interior.
Como supondrás nada me importaba entonces. Ni siquiera tu llegada.
Al principio no me atreví a abrirte la puerta de mi vida: significaba renunciar a Marco. La deformación de mi cuerpo le repugnó siempre. Por eso se ha ido de esta habitación: no soporta la idea de haber sido injusto conmigo.
Te susurro que esta habitación, con su cristalera orientada hacia el sur, nos permitirá ver el amanecer que siempre he buscado.
Amanecemos cada mañana con tierra entre los dedos. Sólo a nosotros nos corresponde saber lo que vamos a hacer con ella.