“… Y esta empanada cerebral es lo que llamamos edad del pavo o en su acepción más contemporánea la edad del agilipollamiento, que es más o menos permanente, y varía en según que casos. Hay casos que se dan a edades más avanzadas, pero son casos aislados, excepcionales, como el de Umberto…” [cita extraída de la ponencia “Encuentros en la tercera fase con adolescentes” del profesor Hugh Chesterton]
A Umberto, que para todo era especial, esta edad le llegó de bien mayor, cuando ya tenía hijos casados y ningún nieto porque sus hijos eligieron a mujeres que se negaron en rotundo a compatibilizar trabajo y cuidado de los hijos, instaladas en la certeza de que trabajo e hijos constituían universos irreconciliables. O una cosa o la otra, decían, y como los hijos de Umberto eran de naturaleza horchatica, es decir, que la sangre les llegaba lo justo, pues no se opusieron con argumentos sacados de foros ni de revistas masculinas donde también podían averiguar en un test de 5 preguntas realizadas ad hoc la compatibilidad con su pareja o cómo no darse a la bebida cuando ellas se lo llevan todo o cómo hacer dulce de leche o dónde emigrar si el tema se pone serio. Además, Umberto tampoco quiso interferir porque sabía -por experiencias previas que ahora no vienen al caso- que saldría escaldado, pues en los asuntos de pareja que cada cual se las avíe como considere oportuno.
Umberto, tal vez por la carencia de nietos, decidió volverse él mismo nieto en la etapa adolescente o insoportable, y no porque le hubiese venido el alzhéimer de pronto, pues estaba sano y la cabeza la tenía perfectamente regulada, sino porque estaba aburrido de ser adulto. Así que le dio por gastarse la generosa pensión en portátiles, tabletas, móviles, bocadillos de salchichón, consolas y descargas de canciones en mp3 de artistas que hacían las delicias de la alocada chiquillería con acné y un detonador bajo el calzoncillo, aunque le costaba habituarse a las series de adolescentes guapetones que vivían el día a día con la seguridad del éxito asegurado, del futuro resuelto por sus personalidades tan epatantes, originales y únicas por el simple acto de la repetición de patrones que, probablemente, caducarían en la temporada otoño-invierno.
Umberto hasta se puso un piercing en un pezón del que sabía que se arrepentiría, pero su madre había muerto 20 años atrás y con ella la máxima autoridad sobre moda al respecto. Los conocimientos que poseía Umberto sobre la situación económica mundial y sus habilidades retóricas de sus tiempos de profesor de Filosofía fueron sustituidas por ropas de marca y las paletas delanteras separadas. Umberto hizo todas estas cosas y, aunque sabía que estaba fuera de lugar y que resultaba absolutamente ridículo -era consciente de lo desubicado que estaba-, le importaba un comino lo que pensaran de él. Por primera vez en muchos años, era feliz. Sus hijos creyeron que había enloquecido y sus nueras ya estaban tramitando el papeleo para encerrarlo de por vida en un asilo de los económicos, que tampoco el viejo lo iba a notar ahora que se le había ido la cabeza, pero Umberto no tenía ni tiempo ni ganas, como buen adolescente de nuevo cuño que era, de ver la red que le estaban tejiendo. Umberto lo que quería de verdad era pasarse de una vez el nivel 153 del Candy Crush Saga.