La Alcazaba de Badajoz, ahora casi restaurada, es pródiga en leyendas, como aquella que afirma que la Torre Vieja es en realidad el espíritu de Ibn Marwan, pero quizás la más sugerente sea la que envuelve otra torre, de nombre tan legendario como sugerente: La Torre de las Siete Ventanas.
Algunos habitantes de Badajoz conocen la existencia de un fabuloso tesoro de monedas de oro almacenado en la Torre y de su fantasmagórico guardián, que al parecer se lía a dentelladas con todo aquel que pretende encontrarlo.
Otros, sin embargo, afirman que el tesoro no está en la torre, sino a sus pies, enterrado a varios metros de profundidad y protegido por una maldición que destruirá a quien logre encontrarlo.
El tesoro y las siete ventanas hace tiempo que se diluyeron entre las arenas del tiempo, pero el nombre aún brujulea entre leyendas de amores prohibidos, de árabes y cristianos, de ricos mercaderes y bellas agarenas.
En lo que coinciden los cuentistas y los encantadores de serpientes es en el hecho de que todo sucedió hace mucho tiempo, cuando la ciudad era un próspero reino Taifa y las palmeras ofrecían aroma a dátiles y cimbreo de doncellas.
La hermosa protagonista es, según algunas lenguas y recuerdos, la joven hija del rey de Badajoz, enamorada de un caballero cristiano. Pero para otras lenguas y plumas, acaso más informadas, entre las que se encuentra la de Norberto López, la bella tiene menos rango y más suerte, y sobre todo, un nombre: Zoraida, hija de un rico mercader llamado Ibrahin, enamorada de Omar, un capitán de la guardia, destinado en el cerro del Baxarnal (ahora de San Cristóbal) a cuya relación se oponía su padre.
Al comprobar que su bella hija se asoma a las siete ventanas para mirar a su amado, manda tapiarlas para que los enamorados no puedan verse, pero eso no desanima al valiente guerrero y con un golpe de audacia logra rescatar a la joven. Todos en la ciudad son testigos de cómo los dos enamorados se pierden en la noche y en la niebla, río abajo. Y con la desaparición de los amantes aparece le leyenda.
Otras lenguas y otros recuerdos transforman a Zoraida en princesa cautiva, y a su amado en caballero cristiano, y al padre enfurecido en injusto y vengativo monarca, que incapaz de asumir que su amada hija amase a un infiel prefiere encerrarla en una de las recias torres que jalonan la muralla de la ciudad.
Siete ventanas tenía la torre, siete ventanas desde donde la princesa contempla a su amado, a su ciudad y a su río.
Al ver el rey que su hija no cesa en sus amores, ordena cegar las ventanas una a una, hasta que al final todo lo que puede ver la princesa es un haz de luz que se cuela por debajo de la puerta.
Entonces el mundo se apaga, y los negros ojos de la bella agarena dejan de ver las cosas que más quiere: su amado, su ciudad, y su río; y ahogada por la tristeza, la princesa fallece en la oscuridad más absoluta, condenada por el mismo que le dio la vida.
Y aun cuentan, que en las noches frías y oscuras se escuchan los gemidos de dolor en las cercanías de la torre de aquella que fue enterrada en vida.
Dicen que son los llantos de la princesa sin nombre, que continua penando, maldita por siempre y eternamente a oscuras, a pesar de que la torre se encuentra ya abierta al cielo.