Uno de los legendarios tesoros desaparecidos en Extremadura es ni más ni menos que parte del Tesoro del Templo de Jerusalén, que al parecer llegó hasta Mérida para desaparecer después en el polvo de los tiempos. Cuenta el geógrafo árabe Al-Himyari, en el 1461 que un día en que se entretenían en presencia de la Reina Marida, con la belleza de la ciudad y los soberbios mármoles que había en ella, Hisam b. Abd al-Aziz comenzó a narrar una curiosa historia:
“Yo era muy aficionado a los mármoles cuando era gobernador de Mérida. Me puse a coleccionar los que había aún en ella para llevarme los que me pareciesen más hermosos. Un día en que estaba paseando por la ciudad, mi vista se clavó en una losa de mármol fija en la muralla. Era de tal pureza que, al verla, la hubiera tomado por un bloque de piedras preciosas.
Ordené entonces que arrancaran aquella losa, cosa que consiguieron no sin esfuerzo. Cunado fue depositada en el suelo, se dieron cuenta de que llevaba una inscripción en lengua no árabe. Reuní para que la descifrasen a los cristianos que se hallaban en Mérida. Estos opinaron que solamente un personaje extranjero que me nombraron y que ellos respetaban, podría traducir la inscripción. Mandé un emisario a buscarlo y me trajo un anciano decrépito y encorvado por los años. Cuando se hubo colocado la piedra ante él, sus ojos llenáronse de lágrimas y lloró durante un buen rato. Después me dijo: Es un acta que concede el derecho de saquear libremente a las gentes de Jerusalén, a todo aquel que construya quince codos de esta muralla”.
Y, en efecto, cuenta Al-Razi que durante la conquista de Al-Andalus, se encontró en una iglesia de Mérida la parte que correspondía a los habitantes de esta ciudad sobre los tesoros de la Ciudad Santa, conseguidos durante el saqueo de Jerusalén por Nabucodonosor. Isban, rey de Al-Andalus, entre otros, había tomado parte en este saqueo a la cabeza de sus tropas y su lote de botín comprendía objetos preciosos y otras cosas llevadas a Mérida.
Entre estos tesoros se hallaba, según citan todos los eruditos árabes, una misteriosa “piedra de luz”, la “alquila”, que alumbraba la iglesia en la que se guardaba sin necesidad de lámparas, un cántaro de aljófar lleno de perlas que fue entregado al Califa de Damasco, y después a su sucesor Suleyman, quien la colocó en la mezquita junto a la llamada Mesa de Salomón de esmeraldas y piedras preciosas, también procedente de Mérida.
Las crónicas cuentan que un ermitaño que había años después de la conquista en una de las iglesias de Mérida aún abiertas al culto cristiano, narraba que cuando los árabes entraron en la ciudad, se llevaron una piedra que hallaron puesta debajo de un crucifijo, que esparcía tal claridad que se podía rezar las horas canónicas sin otra luz que la esparcida por ella.
En cuanto a la legendaria mesa, hay tantas descripciones como cronistas del mito. Según el Ajbar Machmua, una crónica bereber del siglo XI, es una mesa «cuyos bordes y pies, en número de 365, eran de esmeralda verde» y Al-Macin asegura que estaba «compuesta por una mezcla de oro y de plata con tres cenefas de perlas».
Salomón al parecer inscribió en ella el nombre de Dios, es decir, el “Nombre del Poder” o Shem Shemaforash. Este nombre es un tabú que no se debe pronunciar ya que permite al que lo pronuncia poseer el poder de la creación. Es el nombre que utilizó Dios para crear el Universo. Como no podía ser pronunciado, ni tampoco ser escrito, el nombre de Dios no estaba grabado directamente en la mesa sino que estaba oculto a modo de algún tipo de acertijo o jeroglífico que permitía descifrar el “Nombre del Poder” pero sin escribirlo.
Ah! Olvidaba decir que según la tradición La Mesa de Salomón dará a su propietario el conocimiento absoluto… Aunque también se afirma que el día que sea hallada el fin del mundo estará próximo.
Así que, tal y como está el patio, no le extrañe que mañana nos la encontremos en cualquier excavación, sótano o mercadillo. Por listos.