Al niño le gustan los cuentos. Pero le gustan los cuentos así, rapiditos, que no se abunde en los detalles. Porque el niño tiene que dormir sus nueve horas y no permite que estas ficciones, más o menos elaboradas por su madre la mayoría de las veces, a partir de cuentos populares que han sobrevivido generación tras generación, le quiten el sueño. La madre, por supuesto, se pierde en los detalles que nada aportan al desarrollo de la acción y el niño la manda a hacer puñetas. En cambio, cuando el padre le lee un cuento cumple con exactitud lo que demanda el niño, más que nada porque llega a las tantas y se quiere desprender del cuento y del niño lo antes posible, aun a riesgo de que le reprenda la psicoterapeuta. Así que cuando el niño se hace mayor y tiene que contarles un cuento a sus padres -de dónde y con quién estuvo anoche-, elabora un breve discurso que improvisa allí mismo mientras en la tele repiten por vigésimosexta vez el capítulo donde Tito, que está llorando desconsoladamente, anuncia que ha muerto Chanquete. La madre, sorprendida no por la muerte de Chanquete, sino por las palabras del niño, que ya no es tan niño, aunque se empeña en tratarlo como tal, procesa cada palabra como si cada una fuese una muñequita rusa, lo que imposibilita que siga el hilo del cuento del niño que, por supuesto, el padre no se cree, pues hay contradicciones y hasta imposibilidades lógicas, como la de que estuvo físicamente presente en dos sitios a la misma hora, lo que supondría que su hijo es Dios, algo que el padre desecha no por ateo sino por sentido común. El niño, que siempre tiene mucha prisa, quiere quitarse de encima el muerto y a otra cosa mariposa, lo que traducido al lenguaje de su desfachatez significa que quiere irse a dormir porque está muy cansado y no está dispuesto a aguantar una reprimenda.
Cuando el niño se levanta recuperado por completo de los excesos, su madre le dice que es ya la hora de cenar pero el niño pasa como de comer mierda de cenar con sus progenitores y se traga un litro de leche directamente del tetrabrik, de pie y en calzoncillos.
Al día siguiente, el niño no se molesta en ponerle nombre a su examen de trigonometría y lo entrega tal cual. A veces bosqueja una sonrisa de gato en el país de las maravillas en una esquina del folio. El niño, pese a su educación en colegio concertado -con posibilidad de ética o religión-, de respeto anda escaso. El niño, siguiendo el ejemplo de sus iguales y de parte de la programación de la MTV y Neox, confía en que venga alguien y descubra su singular talento. Pero que sea rápido, se dice el niñato, mientras espera.