Se operó de la nariz y eso le animó. Se operó la mandíbula, las orejas, se puso la boca nueva. Le gustaba su aspecto, sí. Se miró en el espejo de cuerpo entero, desnudo, y no le pareció desagradable lo que veía. Había grasa abdominal que eliminar, qué duda cabe, pero no era tanta. Empezó a correr, a ir al gimnasio, a nadar, a tomar batidos de proteínas y aminoácidos. Perdió peso, complejos, tiempo. Cuando se cansó de correr, cogió la bici, la mochila, el casco y, pedaleando, conoció el mundo. Volvió de conocer el mundo cansado, satisfecho, con algunos achaques. Se puso la tele. No veía un programa del corazón desde hacía años, muchos años. Él había cambiado, cierto. Sin embargo, la tele, los protagonistas, los jetas, no . Murió solo, en su sillón. Hubo que romperle los dedos para coger el mando a distancia que apretaba en su mano. Su necrológica acababa con esta confesión de su madre: “Fue un vago toda su vida”.