La dejo pasar más que nada porque quiero verle el culo.
La señora que va detrás de ella, con el pan bajo el sobaco, me mira mal porque le hubiera gustado saltarse el turno, pero con esa cara de acelga lo único que hubiera podido pasar es que le dijera muy serio que yo también llevaba prisa —esa habría sido la excusa de la señora si llega cinco segundos antes, como si los demás anduviésemos sobrados de tiempo—, aunque habría hecho todo lo posible por meter el desodorante, los yogures y la comida para la gata en la bolsa con la mejor de mis sonrisas y una parsimoniosa lentitud, con el único objetivo de añadirle una arruga más de desprecio a su cara de acelga.
La chica, en efecto, tiene un culazo. Las mallas favorecen su maciza figura y yo sé que todo es para el novio, lo que se ve y lo que no, y ahí se acaban mis ilusiones, pero me contento, qué duda cabe, contemplando su culo haciendo como que estoy pendiente de los niños, que están subidos a un carro, ensimismados pegando un chicle en una de las cerraduras de la consigna y que, por suerte, no es la nuestra, así que podré sacar la mochila con los deberes que, con Dios y ayuda y un pescozón a tiempo, tendré que supervisar si no quiero que se saquen los ojos, después de digerir un almuerzo que, intuyo, no será de mi agrado, aunque me regañe la terapeuta, por lo del pescozón no por quejarme del almuerzo —que lo haré—, y me advierta que toda esa violencia que no retengo para los pescozones, se debe a mi falta de autoestima, que responde, a su vez, a un trauma simbólico que ha posibilitado que emerja el ello o el aquello, lo mismo da. Y todo por haber sido criado sin un padre.
Visto que los niños pasan de mí y que mi autoridad es cero, les digo a la salida del supermercado, mientras observo como se aleja el culazo, que se quedan sin tele, pero ellos, obviamente, siguen a lo suyo con el chicle y los dedos pringosos, y sospecho que la saliva de los niños no es la primera saliva que toca ese chicle —nota mental: mejor no lo pienses, déjalo estar—, así que, preocupado —no demasiado, pero preocupado— por las posibles infecciones no erradicadas en este primer mundo, subo un nivel y les digo, Pues no coméis, Pues me da igual, dice el niño, Tenemos el ipad, dice la niña, Ni ipad ni tele ni deuvedé ni pollas. Esto último se me escapa y, aunque podría haber dicho algo mucho peor, intuyo que les hubiese resbalado igual. Claro que a ver cómo le explico a la madre de las criaturas que hoy no comen. Cómo que no comen, me dirá, No les va pasar nada, ningún niño se muere de hambre en el primer mundo, ¿No puedes castigarlos sin tele como hacen todos los padres?, Ya lo hice, no dio resultado, Es por tu falta de autoridad, no te impones, anda, trae las bolsas que te vas a descoyuntar los dedos. Algo muy similar a esta conversación, por supuesto, la tenemos nada más abrir la puerta de casa —sin que me dé tiempo a soltar las bolsas y descansar los dedos— porque el niño dice que Papá no quiere que comamos, Qué, Nada, nada, que les he dicho que o se comportan o no comen, y no se comportan. Obviamente, como he sido un hijo que se ha criado sin un padre, no tengo manera de saber cómo lidiar con mi falta de autoridad, así que el problema de base —que hacen caso omiso a mis advertencias, que no tienen educación aunque se les brindan todas las facilidades del primer mundo, en una familia donde ambos progenitores trabajan y se les paga por su trabajo de forma razonable para que la diferencia entre el debe y el haber no sea insalvable si, llegado el caso, a alguno de los dos les estalla el corazón o se quema el motor del frigorífico—, se transforma, en un visto y no visto, pero sin magia-potagia de por medio, en un echarse en cara hechos pasados no perdonados y no olvidados que poco o nada tienen que ver con el problema original —los niños, en su conjunto o, incluso, uno a uno, por separado, lo mismo da—, tal vez pagando justos por pecadores, para redimirnos de ese pecado original donde hay una manzana, dos imbéciles y una serpiente enroscada a un árbol, mientras los niños, ajenos a los gritos que proferimos, se preparan concienzudamente para decir que no en cuanto les digamos que tienen que lavarse las manos para comer.