El hombre monta en la bicicleta y se pega un trompazo de manual nada más salir de su jardín.
Unos niños que han observado toda la secuencia —y que lo vieron venir, todo hay que decirlo—, se empiezan a descojonar mientras el hombre se convulsiona en el suelo.
Como las convulsiones van a menos conforme se suceden los segundos, los niños se van desentendiendo del hombre y se ponen a jugar con el balón, que es lo que les apetece y las novedades duran lo que duran.
El hombre no lo sabe, pero le quedan 36 segundos para morirse.
Hubiese bastado un bolígrafo en la tráquea, un estudiante de medicina, una enfermera del montón, un aprendiz de churrero, un oficial de primera.
El duro balón de reglamento lanzado hacia una escuadra imaginaria le da en la cocorota al hombre, que no dice nada porque han pasado ya los 36 segundos.
Uno de los niños —el más flaco, un zagal eléctrico de tez cenicienta— le advierte a otro niño —más entrado en carnes, con los codos rebosantes de arañazos— que darle al vecino no otorga puntos extras.
Por si acaso, el niño seboso le da otro balonazo en el melón al hombre y suena toc.
Un niño despistado aulla gol.