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Marcos Ripalda

De subir a la montaña me canso

La punzada

PRIMERA PARTE

Sintió una leve punzada en el estómago.
Nada serio. Se recuperaría enseguida. Sólo tenía que tomar las pastillas indicadas. Y si las pastillas no estaban en su lugar o se habían agotado, tendría que bajar a la farmacia y soportar el dolor unos minutos. Nada que no pudiera tolerar.
Las pastillas estaban en su lugar. El bote, al menos, pero vacío. Pronunció un sinfín de palabras malsonantes y tomó el abrigo.
La farmacia estaba abierta hasta las ocho y media y eran sólo las siete y cuarto.
En el rellano de la escalera le saludó a su vecino, un homosexual con cara de bruto y que no parecía homosexual, al que no devolvió el saludo.
El ascensor olía a tabaco. ¡Qué cuesta encenderse el cigarrillo en la calle! No era momento de recordar que él mismo se fumaba dos paquetes al día. Hasta que el médico pronunció las palabras. O dejas de fumar o te mueres. Por supuesto, prefirió morirse. Total, ya tenía cincuenta y cuatro años y con la vida que había llevado tampoco era para esperar un milagro de última hora, un giro repentino en el desarrollo de su insípida y fastidiosa existencia, pero vida al fin y al cabo.
Una mañana se había levantado con una tos terrible; la tos le siguió hasta el ministerio donde trabajaba; le acompañó en la comida, que no pudo saborear, con lo que le gustaba el codillo; la tos le atenazó el cuello cuando esperaba el autobús de vuelta a casa; le persiguió durante el primer plato y el postre; frente a la televisión y en el cuarto de baño, mientras leía una novela de Javier Marías… Nada, la tos seguía ahí. Aquella misma noche llamó al doctor. Como veo que la tos viene conmigo a todas partes, le dijo, y no se decide a joderme la vida, esto es, a matarme, dejo de fumar hoy mismo. Dicho y hecho.
Se dispuso a bajar las escaleras con sumo cuidado para no partirse la crisma pues no había luz en aquel tramo del edificio porque al gerente de la comunidad le había sido imposible encontrar a un voluntario que se subiese a una escalera o, en su defecto, una silla, un taburete, una pila de periódicos para cambiar la bombilla.
Quedaba un último peldaño. Prueba conseguida. Le encantaba que aquel presentador dijera aquellas palabras. Prueba conseguida. Lástima que en la vida de todos lo días, no le dijeran a uno eso. En vez de esto, la portera le saludó con su habitual hay que ver qué tiempo hace. Y él nunca había averiguado, ni ganas habían entrado, de preguntarle por qué decía aquello hiciese buen tiempo o no. Desde luego, no eran su fuerte las relaciones humanas. Por eso trabajaba en casa.
En la calle hacía un frío endemoniado y la farmacia estaba al final de la calle. Quince metros tirando pa’largo, como decían en su pueblo. Vestido con su abrigo largo se encaminó hacia allá. A medio camino, alguien le grito merluzo y él alzó la vista pero no vio a nadie. Imaginó que era otra de las gracias del mierda de niño de la del segundo, una mujer a la que su esposo le arreaba siempre que le venían las ganas de vengarse de su mala suerte. Pero a la mala suerte no hay quién le gane.
Tenía tiempo. El dolor no había remitido, pero tampoco aumentaba. Decidió tomarse un cafetito en la tasca del Manteca, Viejo amigo, qué tal te va la vida. Obviamente le importaba un rábano cómo le fuera la vida, pero de algo tenían que hablar, Y que no cuesta dinero decir algo agradable, ¿verdad, Don Alfredo?, si es que.
El local estaba casi vacío. Mejor. Así no tenía que saludar. Que tampoco es que tuviera a quién saludar, pero el gusto de no hacerlo le hizo abandonar por un instante la molestia de la punzada. En el mostrador, unos apetitosos mejillones le sirvieron de estímulo antes del cafetito. ¿Le pongo un bocadillo de fuagrás también?, le gritó el camarero. No, eso sería abusar, hombre. ¡La leche que mamó!, cómo quemaba el condenao cafetito, y eso que había pedido la leche templadita. Entonces recordó que se había dejado la cartera en casa, y lo que pensó a continuación prefirió ahorrárselo al reducido auditorio que lo observaba, claro, porque se había bajado en babuchas, que nada tenía de malo, que salí a la farmacia y nada que pa un momentito que pa qué molestarse, digo yo, pero el chufleo de este barrio fino, ay… Ahora entendía lo de merluzo.
Terminó su café y llamó al Manteca. Se disculpó porque se había dejado el dinero arriba, pero que se lo traía enseguida, que iba a la farmacia y que de todas maneras tenía que subir, Que ningún inconveniente, hombre, que ya nos conocemos, Pues vale, gracias… Y salió a la calle con el mismísimo frío que helaba el alma y lo que no era alma.
Metió las llaves en la cerradura. ¡Pero qué le pasa a esta cerradura…! Buena tenía la cabeza él. ¡Que se había bajado las llaves del candado de la hucha! Una hucha que contenía unos pocos durillos mal ahorrados, por tramposo, ahora que había dejado de fumar y que se dedicaba a tomar unas copitas de aguardiente hiciera frío o no. Bueno, nada puede ser peor que esto, se dijo.
Llamó a su vecino, el maricón con cara de bruto, y le dijo quien era él, su vecino, pero el maricón no le abre a nadie si no es para guarrear, piensa, así que le dice al maricón que le va a reventar a su santa madre y, claro, a la madre de un maricón ni mentarla, que así lo habían hecho de bonito a él, y que en cuanto saliese de la ducha abría la puerta y le calzaba unas hostias.
Bajó hasta el segundo y timbró. ¡No, el niño…! ¡Merluzo!
Bajó hasta el primero y timbró. Nada. ¡Si es que estos siempre están de parranda!
De pronto cayó en la cuenta de que estaba la portera y bajó a llamarla, pero la portera estaba pelando unos cuantos kilos de papas, encerrada en su cuartito, escuchando una selección de coplas la mar de aparentes, y ni el aterrizaje de un harrier la hubiese sacado de su ensimismamiento.
La vecinita del ático… Probaría con ella. No, esa estaría con el novio en la sierra.
Podía llamar a su madre, que madre na más que hay una, digo yo, pero es la quinta vez que me ocurre lo mismo este año, y no, que no iba a recurrir a ella, ¡de ninguna manera! No estaba él para reprimendas. Que ya era todo un hombretón. Y entonces se acordó de la miseria que había pasado de pequeño y, de paso, de la miseria de hoy, de ese instante preciso en el que se hallaba, ¡qué cojones!, vestido como un fantoche, en babuchas de estar en casa, sin dinero… Había que actuar. Era preciso decidirse antes de que ese bruto mariconazo cumpliese su palabra de darle de hostias.

SEGUNDA PARTE

Se encaminó de nuevo al local del Mantecas. Dentro, la misma clientela extraida del museo de cera. Fuera se estaba poniendo nublado. Dentro el mismo olor a fritanga y manteca, que no falte, por supuesto. Fuera empezaba a llover y se abrían algunos paragüas. Oye, que digo yo que si podría telefonear un minuto, es que también me dejé las llaves, ya ves que despiste tengo. Y el Mantecas le miró un poco a tientas con su ojo bueno y le pasó el auricular, Anda trae, te marco yo no vaya a ser que me pierdas también el teléfono.
Don Alfredo El Merluzo, que razón tuvo el jodío niño, ya hablaba con su madre, qué remedio. Unos grititos que parecían afectuosos al otro lado de la línea. Era la señora Pepa, Qué calamidad, vaya hijo, dónde tienes la cabeza, que ya van cinco, y que bien que se las tenía contadas.
Y ahí va Alfredo montado en el taxi. El taxista mira por el retrovisor y observa a un tío cachas que, agitando un paragüas, aunque podría ser un bate de beísbol por la forma de empuñarlo, parece correr detrás del coche. Alfredo le dice que no se preocupe, que no va con ellos, y el taxista le dice que con el frío que hace y las babuchas va a coger usted una pulmonía.
Pare, pare, es aquí.
Le dijo que esperase un momento, que iba a sacar dinero en el cajero, y allí se quedó el taxista, esperando hasta que se cansó, acordándose de la madre del pasajero que se la había jugado y que nada más acercarse a la puerta del banco había echado a correr por una callejuela.
Miró la hora en su reloj. No, no la pudo mirar porque se lo había dejado en la cómoda. Estaba visto que se le olvidaba todo, pero es que cómo iba él a suponer que le iba a pasar de nuevo, y tan pronto.
¡Santo Dios, qué escaleras! No entiendo cómo hace mi madre para subirlas con sus bolsas repletas de garbanzos y tomates y apio, que poco le gustaba a él el apio… Pero basta de recordar y echa pa’lante, Alfredito, que te cierran la farmacia. Las llaves, sólo eso, tenía que recordarlo muy bien. Se quedaría lo justo para saludar sin que le diera mucho la tabarra y adiós muy buenas, ya te vendré a ver el mes que viene.
La sala de estar le pareció extremadamente grande y la Pepa, su madre, extremadamente minúscula. Cómo se las había apañado la señora para tener a un hijo que, aunque no alto, tampoco se le podía calificar de bajo, era un misterio absoluto. Cuando su hijo entró, la Pepa sonrío con malicia, como diciéndole qué harías tú, desgraciao, sin tu madre. Porque Alfredo Martínez Pernambuco divagaba ese día más de lo habitual. Y es que su vida siempre había sido un continuo divagar para llegar finalmente donde todo empezó. Lo que tenía Alfredo era una especie de amnesia parpadeante que no le permitía saber si iba o venía, lo que le causaba un terrible desasosiego y un insomnio de mierda, todo hay que decirlo.
Basta, basta, que alguien encienda la luz… Los delirios de la madre llegaban precedidos de intervalos de silencio como aquellos en los que su hijo se presentaba en su casa porque había olvidado o perdido algo. Venga, madre, tranquilícese, soy su hijo, Alfredo, el mayor, el que no hace nada bien, condenada vieja, pero esto último no lo dijo, Y cómo te va, hijo, La he llamado hace un momento porque me he dejado las llaves dentro de casa, Pues aquí no están, Sí, madre, le dejé tres juegos de llaves la semana pasada, por si las moscas, Sí, lo sé, y ya me has pedido los tres. ¡Anda, esta vez si que la había hecho buena! ¡Pues sería verdad lo que le decía su madre! Tendría que ir a que le recetaran algo más fuerte para la memoria.
Su madre le aconsejó por enésima vez que se anudase un pañuelito en el dedo. Que nunca falla, Sí, claro, y cuando estoy al otro lado de la puerta me miro el dedo y digo ¡ahí va, las llaves!, y yo fuera y ellas dentro, las llaves, ¡hay que joderse!, y qué queda: un subnormal de tercera generación con un pañuelo atado al dedo gordo… Había que pensar en otra cosa, rápido. Además, empezaba a molestarle de nuevo el estómago. ¡Otra vez, carajo!
Y ya estaba Alfredo en una camilla camino del hospital. Iban a operarle de urgencia. A quién se le ocurre salir en un día como éste, Alfredo… Oye, ¿me estás escuchando? Nada, que no oía un pijo. ¡Qué calamidad de hijo!
Se despertó y estaba oscuro. Al principio no sabía si estaba en su casa o en el el cielo o en el purgatorio del saloncito de su madre. Tampco sabía si los pies que asomaban bajo la sábana eran los suyos. Probó a mover los dedos. Recordó a Uma Thurman en la Chochoneta, concentrada el mover ese gigantesco dedo gordo. Nada. Así que se tiró al suelo y se fue arrastrando. No, Alfredo, definitivamente, hoy no es tu día.
Cuando recobró la conciencia tuvo que cerrar los ojos de golpe. ¡Quítenme esa luz de la cara, por favor! Llamó a su madre a gritos. Pero su madre no apareció. Este ha debido soplarle al tinto que da gusto, dijo el enfermero bajito. Pues no huele a alcohol, dijo el bedel. Puede que se lo haya inyectado o que haya tomado otras cosas, tú me entiendes, dijo un pediatra en prácticas que era muy gracioso. El enfermero bajito ríe con una risa floja. Alfredo, que les estaba oyendo, trató de agarrar el cuello del insensible que estaba más cerca y erró, todo hay que decirlo, por mi poco. Un golpe en los testículos del bedel lo devolvió al estado de postración en el que se hallaba cuando lo encontraron. Se le habían abierto los puntos.
Era la tercera vez que despertaba. Sabía que había sido un ataque fuerte pero no le preocupaba. Tenía que volver a casa. Recordó que no tenía las llaves. ¿Y dónde estaba su ropa? ¿Qué habían hecho con sus babuchas? Tenía una bata puesta. Se sorprendió con aquel atuendo miserable y ridículo. ¡Pero si puedo verme el culo! Parece que disfrutan con todo esto. ¡Pues se acabó! ¡Yo me largo ahora mismo! Se tocó el vientre; los puntos recientes le escocían. Será la emoción, pensó.
La puerta de la habitación se abrió. Era la enfermera que hacía su ronda. Alfredo, que se había quitado la bata y estaba en pelotas, estaba tratando de salir por la ventana y la enfermera, no se sabe si al verle el culo, gritó que alguien la quería violar y Alfredo, del susto, se cayó. Menos mal que estaba en la planta baja. Los jardineros de la clínica lo sacaron del seto donde había caído. Ahora tendrían que coserle la cabeza del coscorrón que se había dado.
Como no había un solo médico en plantilla que entendiese los balbuceos de Alfredo, decidieron inyectarle un somnífero para que durmiera de un tirón ese día y también el siguiente, por si acaso, que mañana jugaba el Madrid, y no estaban ni para tonterías de desequilibrados ni para cesáreas programadas.
Tres días después de su ingreso, Alfredo pudo salir del hospital por su propio pie. Al bajar la rampa, tropezó con un adoquín que sobresalía ligeramente de la acera y rodó hasta que una señora de 94 años lo frenó muriendo en el acto, la señora, no del golpe, claro, sino del susto.
Unos camilleros que estaban fumándose un pitillo levantaron a Alfredo del suelo y le sacudieron un poco. Alfredo les dio las gracias y apretándose el estómago a la altura de los puntos que se le habían abierto y con el monedero de la vieja escondido en los calzoncillos, se marchó a su casa en transporte público. En el portal se encontró con la portera. Hay que ver hay que ver qué tiempo hace, le dijo al verlo.
Nadie consultado en el edificio sabe con certeza si aquella gélida mañana, Alfredo Martínez Pernambuco acabó con la vida de esta mujer. Sin embargo, algunos vecinos, entre ellos el musculoso sarasa, aseguran que Alfredo logró abrir con una llave (inglesa) la puerta de su casa y entrar. Se le ha visto merodear por el barrio, pero nadie sabe a ciencia cierta si era realmente Alfredo u otro que se le parecía.

Responsable de Diseño en el Diario Hoy de Extremadura desde 2012. Escritor de relatos breves donde aplico la máxima de la Escuela Postirónica: "Hablar de unas cosas para decir otras" . Soy consciente de mi ignorancia.

Sobre el autor

MARCOS RIPALDA es licenciado en Periodismo, diseñador gráfico y cuentista postirónico, término que él mismo acuñó con el beneplácito de su madre. Actualmente es el responsable de Diseño del diario HOY. CARMURA LENTEJA es ilustradora.


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